Por Josefa Romo Garlito
Cuando se pregunta qué es lo más se quiere y valora, la mayoría respondemos, sin titubeos: mi familia. Los vínculos que genera son los más fuertes e íntimos. Es nuestra cuna y la primera escuela, la que más hondo siembra. En ella nos criamos y es nuestro apoyo. Inyecta seguridad psicológica, favorecedora de la salud mental. Es fuente de felicidad y una fuerza que nos impulsa a vivir. Aún en las menos perfectas, sus miembros se sienten protegidos y amados, y la ofensa más dolorosa que puedan recibir es el intento ajeno de desprestigiarla.
Merece la pena que el hombre y la mujer que deciden formar una familia, se propongan la armonía, la comprensión, la permanencia en el amor, y fijen unos objetivos esenciales de educación de los hijos. En un hogar en donde reina la fidelidad y el respeto, brota la paz y todos, padres e hijos, gozan de un sentimiento firme de seguridad que lleva a afrontar, sin desgarros interiores, las crisis laborales y sociales que puedan presentarse.
La familia es un don de Dios, y gran acierto es cuidarla y grave error minusvalorarla. Tanto atrae, que, para destruirla, sus enemigos buscan denominar lo mismo a otras formas de convivencia; pero no convencen. El Papa Magno San Juan Pablo II decía: “La familia es base de la sociedad y el lugar donde las personas aprenden por vez primera los valores que les guían durante toda su vida. Esla única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene”.