Por Jaime Septién

Nunca está tan presente María como cuando una madre sufre. Vuelvo a leer la homilía de san Óscar Romero el 1 de diciembre de 1977. Hablaba a las madres salvadoreñas cuyos hijos habían «desaparecido» en la vorágine del odio (y habla hoy a miles de madres mexicanas que buscan con picos, palas, con las uñas, a sus hijos en los llanos de Veracruz, en los cerros de Sinaloa, en los desiertos de Chihuahua): «María es el símbolo del pueblo que sufre opresión, injusticia, porque es el dolor sereno que espera la hora de la Resurrección: es el dolor cristiano, el de la Iglesia que no está de acuerdo con las injusticias actuales, pero sin resentimientos, esperando la hora en que el Resucitado volverá para darnos la redención que esperamos».

San Romero de América pone a la Iglesia como Madre por María al pie de la cruz de Cristo. Auxilio de los que sufren; hospital de campaña. Sin venganza, mirando a lo alto, con todo un pueblo pobre en sus venas. Las venas sangrantes de nuestro México, de Venezuela, de Nicaragua… El general De Gaulle decía que cuando se está en dificultad hay que mirar a la cumbre: ahí no hay obstáculos. Es lo que hizo Romero, imitando a María. Es lo que las madres dolidas de México nos enseñan todos los días: un dolor que no es inútil. Porque espera la Resurrección.

TEMA DE LA SEMANA: CONOCER PARA AMAR A MARÍA SANTÍSIMA

Publicado en la edición impresa de El Observador del 8 de septiembre de 2019 No.1261

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