Por José Francisco González González, obispo de Campeche

Nunca se agota, en la narración magisterial de Jesús, recogida por el Evangelista Lucas 15,1-32 en las parábolas de la misericordia, la riqueza de la enseñanza. Todo comienza por la habitual actitud de los escribas y fariseos, quienes murmuran acerca del comportamiento de Jesús. El ‘delito’ que le imputan es que “recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús, pues, va a responder con las más bellas y conmovedoras parábolas que salieron de sus labios. Si el Padre representa a Dios, ¿es posible que Dios se comporte así?

Nos centramos en la última y la más larga. Jesús conocía muy bien los conflictos familiares de la Galilea. De primera mano se enteraba de las discusiones entre los padres e hijos; el deseo impulsivo de independencia de estos últimos y las rivalidades de los hermanos por cuestiones de herencias. Por la importancia de las familias y su interdependencia, los problemas y conflictos de una familia, repercutían en los vecinos.

El hijo menor, al acercarse al Papá para exigir la herencia, lo está dando por muerto, rompe la solidaridad con la familia. Eso que pide es una locura y una vergüenza para todo el pueblo. El Padre calla. No dice nada. Parecería que avala la sinrazón del hijo.

TAN LEJOS Y TAN CERCA

Recibida la herencia, el hijo abandona al Padre, se aleja del hermano y se interna en un “país lejano”. Sin la protección familiar, el joven libertino se desquicia, pierde piso y todo honor y dignidad. Termina sometido, casi como esclavo de un pagano. Su nuevo patrón lo pone a cuidar cerdos, animales impuros para los judíos.

El joven insensato, empero, tiene un momento de humildad y de reacción. Se levanta. Estaba, en verdad, muy caído. Reconoce su pecado. Y refresca el verdadero rostro de su Padre. El joven considera que ha perdido todo derecho de filiación. Sólo quiere ser un empleado más en la casa de su Padre.

Lo que no esperaba. El Padre lo acoge de manera increíble. El Padre ‘olvida’ todos los desprecios y desplantes de soberbia del hijo. Y corre a su encuentro. Lo abraza con ternura. Lo colma de besos, sin temor a contaminarse con las bacterias que pululaban en todo el cuerpo del joven. El Papá sabe de lo humillado que ha sido su hijo. Por eso, le ahorra más humillaciones.

No le deja concluir su ‘discurso’ aprendido. Le interrumpe. Sólo tiene una prisa el Padre: regresarle la dignidad dentro de la familia; por eso, lo viste con el mejor vestido, lo calza con las mejores sandalias y le organiza una fiesta con música abundante y comida del becerro mejor alimentado y más sano.  Todo porque “este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido encontrado”. Parece, por fin, que la familia va a volver a vivir unida y de manera dichosa.

TAN CERCA Y TAN LEJOS

Pero… falta el hijo mayor. Éste, no entiende nada. El regreso del hermanito no le produce alegría. Más bien, le hace surgir rabia. Se queda fuera de la fiesta. Nunca se había marchado de la casa, pero se siente extraño a esta manera rara de comportarse de su Papá.  Nunca se había ido a un país lejano, pero se encuentra perdido en su propio resentimiento.

Como una madre, el Padre le suplica una y otra vez que entre a la fiesta. El mayor explota y deja al descubierto todo su rencor. Ha pasado toda su vida en casa, pero como esclavo, y no ha vivenciado ni disfrutado el amor como hijo. Su vida de trabajo sacrificado le ha petrificado el corazón.  No ha sabido vivir en familia. Si hubiese recibo un cabrito, lo habría comido con sus amigos, no con su Padre y hermano. Por eso digamos al Señor con el Salmo 50:

¡Lava del todo mi delito, limpia mi pecado!

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