Por Jaime Septién

Un muro es una cosa que divide. Los hay de piedra o los hay de viento. Los de piedra suelen ser derribados, como el 9 de noviembre de 1989 sucedió con el emblemático Muro de Berlín; los de viento, como el del sur de nuestro país (para no dejar pasar migrantes de Centroamérica) también caen, pero tardan más tiempo, hasta que la solidaridad y el humanismo los tumban.

El Papa Francisco decía que las bardas nos convierten, a la larga, en hongos. Son representantes del miedo al otro, al que no conocemos, al que no queremos, al que despreciamos. Hace muchos años se decía que del tamaño de los objetos era el tamaño de los complejos. Con la miniaturización, ahora los objetos más codiciados son los más pequeños. Pero eso no aplica para los muros. Ahí sí se cumple el dicho. Mientras más altos son, más fobia a los otros tienen aquellos que los alzan.

Los muros son emblema de la sociedad del recelo. Pueden justificarse de mil maneras. Incluso, los que vivimos «dentro» los podemos «soportar» bajo el pretexto de la seguridad de los bienes y las familias. Mientras no derribemos los muros internos, esos que nos impiden el amor y el respeto al prójimo, los de piedra y los de viento seguirán alzándose con soberbia. La única salvación es el temor de Dios. Sin temor a ofenderlo a Él, cualquier cosa es posible. Hasta soñar muros «hermosos», como los que quiere Trump en su frontera sur.

TEMA DE LA SEMANA: EL MURO DE LA VERGÜENZA Y DE LA SOLEDAD

Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de noviembre de 2019 No.1270

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