Por Jaime Septién

Escribe el Papa Francisco en su reflexión sobre el «signo admirable» que es el Nacimiento que ponemos, cada Navidad, en nuestra casa: «El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que Él renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños».

Aunque hoy contemplemos, con tristeza, que ese estupor se va oscureciendo, venturosamente quedan los niños. En los ojos de Valentina, mi nieta de casi tres añitos, lo puedo volver a ver (como antes lo vi en los ojos de su padre, Francisco, y de mis hijas Luisa y Mayte): el hermoso «desconcierto» ante el bien llamado Misterio: el ángel, un padre, una madre, un niño recién nacido, envuelto en pañales y acunado en un pesebre de paja.

Ese niño es Dios, «tal y como ha venido al mundo»; Dios, que en su modo impredecible, «nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida». ¿Cuál es el sentido último de vivir? La respuesta está en el Belén: hacernos como el niñito Jesús; hacerme como Valentina o como mi otra nieta, Carlotita, que con sus nueve meses de andadura ya brillan sus grandes ojos ante las figuras del Nacimiento: recuperar el olvidado asombro de la vida y agradecer a Dios el regalo de la Creación.

TEMA DE LA SEMANA: LA NOCHE MÁS BELLA

Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de diciembre de 2019 No.1276

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