Por Jaime Septién

Cuando parecía que nuestra capacidad de asombro ante el crimen y la violencia había llegado a su límite, y el horror ya no nos produciría estragos, un niño de once años vino a remover los cimientos del país: ¿a dónde hemos llegado?

José Ángel R., adicto a los videojuegos (que de juegos no tienen nada) y atrapado por la espiral de vejaciones que a diario veía en la pantalla, trató, dicen, de imitar a su «héroe», un asesino serial de Estados Unidos. Tomó dos pistolas, las llevó a su colegio. Mató a su maestra, hirió a cinco compañeros y a otro profesor y luego se suicidó.

¿Qué puede haber en el cerebro, en el corazón, de un pequeño de once años para cometer actos de tan extraordinario desafío a la inocencia? Una mezcla de soledad, abandono de sus mayores, excesiva exposición al «entretenimiento» de las batallas en video y un ambiente cargado de vulgaridad, desprecio por la vida, ausente de Dios.

Aunque la muerte de su maestra, las heridas a sus compañeros y la del profesor de educación física, así como su propia muerte sean producto de balas reales, disparadas con dos pistolas reales (una 22 y otra calibre 40) y por su propia mano, lo veo como una víctima, como una herida abierta (en Torreón y en todo México) producto del alejamiento, cada vez más notorio, del temor de Dios. La idea del novelista ruso F. M. Dostoyevski (si Dios no existe todo está permitido) cobra cada día más vigencia en nuestro país. José Ángel R. es una muestra fidedigna de tantísima violencia gratuita auspiciada desde el poder económico, desde las pantallas y desde las redes sociales.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 19 de enero de 2020 No.1280

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