Por Jaime Septién
Cursos de desintoxicación digital, niños que se suicidan si les quitan o les castigan el “cel”; 4, 5, 6 horas frente a “la compu”, millones, miles de millones de horas gastadas en mirar la pantalla, el tik-tok, el Instagram; pasiones por el “like”, varios muertos al día por tomarse “selfis” en la punta de un acantilado, o en el vigésimo piso de una torre de departamentos…
El declive de la lectura hace que el pequeño que se interese por ella sea visto como un ente raro, extravagante, con costumbres de viejo. Pero la lectura nos hace ser nosotros mismos, nos hace ser de una manera diferente, nos hace ser más. Un viaje a través de Julio Verne puede costarnos 150 pesos. El resto lo pone la imaginación. Como diría Emily Dickinson, en uno de sus maravillosos poemas cortos:
Para que haya pradera se necesita un trébol y una abeja, un trébol, una abeja y el ensueño. Con el ensueño bastará, si las abejas escasean.
Tomemos el ensueño como sinónimo de imaginación. ¿Qué puede añadir a una pradera un menor posmoderno, sentado sobre una roca, esperando que regresen los papás a los que acompañaba en la excursión? Muy poco. Ni abejas ni tréboles. Estará mirando el teléfono móvil, esperando a ver si en algún momento “hay señal” y “chatear” con alguien, “estoquear” a otro, burlarse del de más allá, matar el tiempo.
Hemos llegado a un punto sin retorno aparente. Pero los que saben de estas cosas nos dicen que no todo está perdido. Que hay esperanza. Y esa esperanza se llama aburrimiento: algo tendrá que hacer ese niño cuando se le vaya la señal. Un buen libro siempre será un camino para recuperar lo que somos: co-creadores con Dios de la realidad.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de octubre de 2024 No. 1529