Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Jesús nació y vivió en un mundo violento e injusto como el que más. Lo padeció y vino a salvarlo. Salvarlo es transformarlo desde dentro, desde el corazón. No dictó al hombre nuevas leyes, sino que se le puso al frente, le dio ejemplo y lo invitó a seguirlo.
Esta original pedagogía aparece en el «Sermón de la montaña», en los capítulos del 5 al 8 de san Mateo. Nos propone cuatro pilares y un techo para edificar aquí una morada digna de los hijos de Dios:
La sacralidad de toda vida humana.
El error más grave que ha cometido la humanidad es el desprecio de la vida humana. Caín anda suelto y nadie lo mata porque lo llevamos dentro. La historia humana es un matadero entre hermanos.
Todo homicidio o feminicidio es un fratricidio. Para Jesús se comienza matando desde el corazón: con la ira, la venganza, el desprecio. Todo ser humano es «imagen de Dios» y merece respeto absoluto. Dios no es cómplice ni acepta ofrendas de un asesino de su hermano.
La sacralidad de la familia.
Jesús va al núcleo del problema: «Ustedes saben que se dijo: ´No cometerás adulterio´. Pues Yo les digo que quien mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón».
El abuso de la sexualidad, en todas sus aberrantes dimensiones, se fragua en el corazón perverso del hombre o de la mujer.
La intención califica la acción: «Si tu ojo derecho –o tu mano- te lleva a pecar, arráncatelo…». Hay que arrancar el pecado: la mirada mala, la mala acción, del fondo del corazón. Y explica: «Yo les declaro que todo aquel que repudie a su mujer -salvo en caso de concubinato- la induce a adulterio, y quien se case con una divorciada comete adulterio».
Una sociedad sin soporte moral y legal no puede sostener una convivencia pacífica, digna de los hijos de Dios. La carencia de amor genera enemistad: «Lo llaman matrimonio para disimular la culpa», observa Virgilio (Eneida, IV, 170).
La sacralidad de la palabra.
«Tu palabra es la verdad», dice la Escritura. Dios habla palabras verdaderas, y dio al hombre el lenguaje para dialogar con Él, y con su semejante. Mentir al hermano es desdecir a Dios.
Nos tienen enmarañados entre mentiras y falsedades. Jesús recuerda que se dijo: «No jurarás en falso y cumplirás tus juramentos al Señor. Pues Yo les digo que no juren en absoluto… Que la palabra de ustedes sea sí, sí; no, no. Lo que se añada luego procede del Maligno». Construir la sociedad sobre la mentira y la falsedad es construir el reino del Maligno, no el de Dios.
La sacralidad del perdón.
«Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Pues Yo les digo que no hagan resistencia a quien les hace el mal». Hay un no absoluto a la ley del talión y un sí incondicional a la ley del perdón.
Muchos llegan hasta la compasión, lo cual no es poco; pero sólo Jesús -y el cristiano- llega hasta el perdón. El perdón hace del enemigo un hermano y restablece la fraternidad.
Estos son los cuatro pilares con que Jesús reconstruye la humanidad y la sociedad.
El techo que los cubre y sostiene es la experiencia viva de Jesús con su Padre: «Sean misericordiosos como mi Padre es misericordioso». Por eso nos enseñó a decir: «Padre nuestro». Sin un padre común es imposible la fraternidad. Tanta sencillez nos impide ver la sublimidad del cristianismo. Y asumir nuestra tarea.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 23 de febrero de 2020 No.1284