Por P. Fernando Pascual

Cuando analizamos, sinceramente, la vida que llevamos, descubrimos zonas de luz y zonas de sombra, momentos de generosidad y momentos de egoísmo.

Queremos, entonces, reforzar lo bueno y corregir lo malo. Llega la hora de hacer un plan, tomar propósitos, emprender un nuevo esfuerzo.

En ocasiones, un defecto sigue ahí, inexpugnable, como si nuestra voluntad no fuera capaz de destruirlo.

Eso ocurre, por ejemplo, cuando tantas veces tomo lo que sé que perjudica mi salud, o veo lo que daña mi corazón, o entro en conversaciones que faltan a la caridad.

Repito el propósito: no encenderé la pantalla al acostarme. Llega la noche: la curiosidad vence mis buenos deseos, y veo nuevamente lo que me lleva al pecado.

Tras volver a caer en los mismos pecados e imperfecciones, resulta fácil hacer un examen introspectivo: ¿cuándo me equivoqué? ¿Desde qué rendija empezó a entrar el mal en mi corazón?

Parece, entonces, que considero mi vida como algo que puedo arreglar por mí mismo: basta un buen análisis para que la voluntad tome las decisiones correctas y estirpe un vicio más o menos arraigado.

Luego, con pena constatamos que el mal sigue ahí, que cambiar es sumamente difícil. Incluso llegamos a enfadarnos con nosotros mismos, o acusamos a otros de ser la causa de nuestras debilidades.

En todo ello hay cierta dosis de egoísmo, incluso una mentalidad “pelagiana”: parece como si todo dependiera de nosotros, como si pudiéramos quitar el pecado y crecer en la virtud con las propias energías.

La doctrina cristiana nos enseña que el pecado ha debilitado nuestra voluntad, y que sin la gracia es imposible agradar a Dios y apartarnos del mal.

Por eso, si queremos, sinceramente, cambiar de vida, no basta con las fuerzas interiores. Necesitamos la ayuda de Dios, que acogemos de verdad cuando hay un corazón humilde y contrito (cf. Salmo 51).

Es posible que se repitan ciertas caídas, que los pecados asomen una y otra vez. Pero si creemos en el Amor del Padre y si acudimos a su misericordia, recibiremos fuerza no solo para levantarnos, sino para emprender un camino nuevo.

Entonces la conversión se hará real y concreta en nuestras vidas. Recordaremos, en lo más profundo de nuestras almas, las palabras del mismo Cristo: “¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2).

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