Por Antonio Maza Pereda
Es una cosa rara el odio. Algo que se siembra en el corazón, se alimenta con recuerdos, se incrementa con resentimientos y que, en el extremo, puede llevar a la destrucción del odiado. Y a la destrucción del espíritu del odiador.
Diferente del enojo. Porque el enojo, siendo un sentimiento, es volátil. Y así como aparece repentinamente, también puede desaparecer. El odio, del mismo modo que el amor, es una decisión. Es un acto consciente y, si se hace con pleno consentimiento y conocimiento, es un acto humano del cual somos responsables.
Cuando a una sociedad la domina el odio, los daños son extremos. Pueden pasar décadas en las que los odios no se olvidan, los descendientes de quienes iniciaron el odio lo continúan, a veces sin conocer del todo cuál fue el origen de esa enemistad. Divide familias, destruye amistades, hace imposible el funcionamiento de las sociedades.
Tristemente, estamos viviendo un incremento muy importante del odio en nuestra sociedad. Un odio que ha sido sembrado metódicamente, con pleno conocimiento de causa, casi podría decirse: de un modo científico. Y como ya he dicho en esta columna, nadie puede decirse inocente de esta siembra. Derechas e izquierdas, conservadores y transformadores, fachos y chairos, todos han abandonado la civilidad, la concordia, y han hecho del odio un arma para reclutar a miembros para sus facciones.
Cuando se odia, todo se vale. La mentira, las falacias, los sobornos, las traiciones siempre se considerarán válidas con tal de hacerle daño al odiado. Y el odio no admite que haya quien no lo comparta. Si no odias a quien yo odio, eres mi enemigo y te trataré en consecuencia. De manera que, idealmente, sólo habrá dos posibilidades: odias como yo odio, y en ese caso eres de los míos o, si no odias al otro con la misma intensidad, eres mi enemigo mortal.
La historia nos muestra que quienes han usado el odio como método para ganar el poder, terminan destrozándose los unos a los otros. Como ocurrió en la revolución francesa, donde el caso más notorio fue el de Robespierre. O en la revolución bolchevique, donde los miembros del grupo principal terminaron destrozándose unos a otros, como fueron los casos de Zinoviev, Kamenev, y muy notoriamente el de León Trotsky.
Desgraciadamente, en los últimos años y en particular en el 2019 e inicio del 2020, la siembra de odio se ha multiplicado. No que antes no ocurriera. Por supuesto, en nuestra historia abundan los actos de odio. Pero de un modo muy localizado. No afectaba a la mayoría de la población. Las facciones diversas, movidas por sus ambiciones y pasiones, odiaban y trataban de destruir a quienes pensaban diferente de ellos. Ahora nos encontramos con que grandes partes de nuestra sociedad se han embarcado en una competencia para ver quién odia más, quien hace más daño, quien logra atraer más personas a su manera particular de odiar. Apoyándose en tecnologías de información, con un desprecio de la razón y de la lógica, así como una ausencia de valores fundamentales, el odio crece sin límites.
Porque al odio no se le puede combatir con odio. Y en la dinámica actual de nuestra sociedad, diversos bandos han visto que el odio es una manera efectiva de controlar y manipular a la población y lo ven como una herramienta, no sólo aceptable, sino preferible para derrotar a sus contrincantes.
Desgraciadamente, y lo digo con pena, muy pocos están dispuestos a combatir el odio con lo único que le hace verdaderamente daño: el amor, el perdón sin adjetivos, el bien. Thomas Merton, un místico de Estados Unidos, decía que las guerras mundiales no se evitaron porque no había santos. Y la santidad no es cuestión de mayorías. Decía Merton que un solo santo podría haber detenido esas terribles guerras. Sí, parece iluso pensar que la salvación de nuestra patria se dará si hay santos. Pero yo prefiero parecer iluso.
Ni usted ni yo somos santos. Y es muy difícil pedirle a quienes han sufrido en sus familias, en sus bienes, y en su honra, que eviten odiar. No nos podemos imaginar el sufrimiento tan intenso que han sufrido muchísimas personas en nuestro país. No tenemos cara para pedirles que perdonen y olviden. Tal vez lo único que podemos hacer es estar cerca de ellos, acompañarlos, darles cariño. De poco o de nada servirá exhortarlos a no odiar. Sólo nos queda mostrarles a esas personas que existen quienes los quieren. Que existen quienes se preocupan por los demás y que tratan, muchas veces con graves errores, de hacer el bien.
Realistamente, no hay otro camino. Tratar de odiar a otros con mayor intensidad que aquellos quienes nos odian, no va a remediar las cosas.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 8 de marzo de 2020 No.1286