Por Jaime Septién

Nunca en mi vida había vivido tan a fondo una Cuaresma. Tampoco una Semana Santa como la que se aproxima. La cruz de Cristo se ha vuelto de verdad. Qué lejos queda esa experiencia de Cuaresma como costumbre piadosa. Qué lejos quedará la pasión y la muerte de Nuestro Señor enmarcada en las tradiciones: la visita de las siete casas, la procesión del silencio, las saetas… Qué lejos la fe sin dolor.

En el aislamiento se vive la angustia de tantos “invisibles” que habitan nuestra sociedad: los migrantes, los sin techo, los pobres, los que viven al día. ¿Qué va a pasar mañana? Quieras que no, somos los “insensatos” del Evangelio, los que han tenido cosecha grande y construyen un nuevo granero, sin saber que muy pronto van a ser visitados por el Ángel del Señor.

Cada día que pasa de esta cuarentena voluntaria nos va convirtiendo en otro. ¿No es ese el proceso de hacernos como niños? Aquí no valen los títulos, los éxitos, las derrotas o los planes: la vida en pureza nos es disparada a quemarropa. Volver a la inocencia es dejar de ser “optimistas” para convertirnos en esperanza. El gran regalo de la crisis es la certeza de que la cruz trae consigo la resurrección. Si bien ésta es la Cuaresma más dolorosa, seguro estoy de que será la Pascua más bella que habré vivido jamás. Habré entendido, por fin, el amor de Cristo.

Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 29 de marzo de 2020 No.1290

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