Por Padre Nicolás Schwizer

Un nuevo espíritu.

La Resurrección de Cristo ha hecho nacer el mundo nuevo. Desde entonces, ya no estamos bajo la ley judía, sino en un nuevo régimen de gracia y de libertad. Jesús promulga una nueva ley, una ley espiritual, una obediencia en espíritu. Es una ley mucho más exigente que la de los escribas y fariseos.

Ya no es solamente el acto lo que queda prohibido, sino los pensamientos malos, el deseo, la cólera, la injuria, el culto a Dios separado del amor al prójimo, que parecen imposibles de practicar. ¿Quién será capaz de responder a tales exigencias?

El Evangelio no es una ley, sino un espíritu. No propone preceptos que hay que cumplir al pie de la letra, sino expresa más bien una disposición profunda del corazón.

Ciertamente, Jesús quiere que el que escucha su palabra, la ponga en práctica. Pero Él no es un moralista, no nos impone una nueva ley, sino que describe solamente un conjunto de actitudes y comportamientos que han de caracterizar a un auténtico cristiano.

Y esta conducta de un verdadero cristiano es el resultado de la presencia y el perdón de Dios concedidos a los hombres, a través de Jesucristo.

Después del encuentro con Jesús, la vida ha de cambiar.

Después de la conversión, todo discípulo ya no es el mismo, sino que debe producir frutos divinos, porque ha sido injertado en la vida de Dios. En esta perspectiva, las actitudes que nos presenta Jesús son ejemplos de lo que la gracia puede suscitar en los corazones que se dejan llenar con ella.

Entonces, el Evangelio no es un código de obligaciones y prohibiciones, que nos dispensa de vivir y de pensar, sino que es algo vital: nos pide una respuesta tan generosa como lo es el don de Dios de donde ha brotado.

La vida nueva brota de la gracia de Dios mucho más que del esfuerzo del hombre. Y, por eso, es posible a todos: “Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios”.

Justicia: Darle a cada uno lo suyo.

Si queremos entender, entonces, la nueva justicia que nos trae Cristo, hemos de unirla e insertarla en el amor, y en la caridad. Porque justicia y amor, para un cristiano, no son dos realidades independientes. Se completan y se sostienen mutuamente. La caridad no puede lavarse las manos frente a la justicia. Y la justicia, si no quiere caer en la hipocresía de la legalidad, no puede despreciar el fermento de la caridad.

Tal vez conocemos la definición que suele darse de justicia: Darle a cada uno lo suyo. Pero, ¿qué significa eso? San Pablo nos ayuda diciendo: “Todas las cosas son vuestras; vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios”. ¿No será ésta la verdadera jerarquía de la justicia?

Si entonces queremos darle a cada uno lo suyo – y cada uno incluye también al pobre – tenemos que restituir lo que Dios ha dado a todos. Pero si no veo en el hombre al hermano, si no le tengo un poco de amor, nunca seré capaz de reconocer lo que tengo que restituirle.

Para hacer justicia de una manera justa, hay que pasar más allá de la ley y mirar en el corazón del hombre que, en el fondo, está pidiendo dignidad y amistad. La justicia da algo, da algunas cosas, pero el amor se da a sí mismo. Entonces, “darle a cada uno lo suyo”, quiere decir para un cristiano: darle a cada uno el amor al que tiene derecho. La culminación de la justicia, para un cristiano, es el amor.

Queridos hermanos, esa es la nueva justicia que nos trae Cristo, y que habrá de cambiar el mundo. Pongamos también cada uno de nosotros nuestro esfuerzo diario, para que el mundo de mañana sea más justo y más colmado de amor y caridad. Pongamos así nuestro pequeño aporte personal, para que en nuestro país reinen la verdad, la justicia y el amor.

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