Por Rebeca Reynaud
Recordemos un poco esta importante historia: la Virgen María se les apareció a tres pastorcitos en una cueva (Cova de Iría). Lucía, Francisco y Jacinta tenían respectivamente 10, 9 y 7 años de edad. Jugaban los tres niños en una propiedad de los padres de Lucía llamada Cova de Iría, a dos kilómetros y medio de Fátima. Vieron a la Madre de Dios sobre una encina. Era “una Señora toda vestida de blanco, más brillante que el sol, que difundía una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesada por los rayos del sol”. Su rostro no era “ni triste, ni alegre, sino serio”. Tenía las manos juntas, como para rezar.
En sus apariciones, la Santísima Virgen insistió en la urgencia de reparar por los pecados que se cometen, le dijo a Lucía: “Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, sobre todo cuando hagáis algún sacrificio: ¡Oh! Jesús, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María (…) Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, que muchas almas se van al infierno por no haber quien se sacrifique y pida por ellas”. Luego continúa la Virgen María: “Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte de Nuestro Señor y no hacen penitencia (…) Los pecados que llevan más almas al infierno son los pecados de la carne (…) Son muchos los crímenes, pero, sobre todo, ahora es mucho mayor la negligencia de las almas de quienes Él esperaba fervor en su servicio. En muy limitado el número de aquellas con que Él se encuentra (…). Los hombres no están poniendo en práctica los Mandamientos que nuestro Padre les dio. El demonio está dirigiendo el mundo, sembrando odio y cizaña por todas partes. Los hombres fabricarán armas que podrían destruir al mundo en minutos…”.
San Juan Pablo II dejó estas palabras: “Lo que se opone más directamente al camino del hombre hacia Dios es el pecado, y perseverar en el pecado… ¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la conversión y a la oración, no haya encontrado aquella acogida que debía” (Homilía en Fátima, 13 V 1982).
En 1943, la Hermana Lucía tuvo otra revelación de Nuestro Señor, donde relata que Dios quiere la reforma del pueblo, clero y órdenes religiosas y añade: “… Desea que se haga comprender a las almas que la verdadera penitencia que Él ahora quiere y exige, consiste, ante todo, en el sacrificio que cada uno tiene que imponerse para cumplir con sus propios deberes religiosos y materiales (…)”.
San Juan Pablo II presenta al mundo a dos ejemplos luminosos, como «dos lámparas que Dios ha encendido para iluminar a la humanidad en estas horas sombrías e inquietas«.
Jacinta y Francisco, los pastorcitos, fueron dos pequeños modelos para quienes «ninguna mortificación y penitencia eran demasiadas para salvar a los pecadores» del infierno. El Papa Juan Pablo II dice que pueden ser ejemplo de los niños, cuya oración es muy poderosa delante de Jesús. Dios está atento a lo que piden los niños. Dice el Papa a los niños: «Nuestra Señora los necesita mucho para consolar a Jesús, que está triste por todos los errores que se cometen. Necesita sus oraciones y sus sacrificios por los pecadores».
Uno se puede preguntar: ¿qué puedo hacer? cumplir el pequeño deber de cada instante, vencer la flojera y la soberbia, orar, ayunar… Ponerse de rodillas, con la frente en el piso y orar así: «Señor, yo te amo, te adoro, creo y espero en Ti. Te pido perdón por los que no aman, no adoran, no creen y no esperan». Esa fue la oración que el Ángel les enseñó a los niños meses antes de que la Virgen se les apareciera.
Santa Jacinta dijo en sus últimos días: “Los pecados de impureza son los que arrojan más almas al infierno… Muchos matrimonios no son buenos, no gustan a Nuestro Señor, no son de Dios. Si los hombres supieran lo que es la eternidad harían todo para cambiar de vida… La Santísima Virgen ha dicho que hay muchas guerras y discordias; no son mas que castigos por los pecados del mundo. Si los hombres se arrepienten Nuestro Señor seguirá perdonando; pero si no cambian de vida, el castigo vendrá” (Barthas, 601).