Por Padre Nicolás Schwizer

El Espíritu Santo desciende del cielo en forma de paloma y permanece sobre Jesús. De este modo, la escena del Bautismo de Jesús es la revelación y la manifestación de que el Espíritu Divino conduce y acompaña a Jesús durante toda su vida, pero especialmente en los tres años de su vida pública, que comienza precisamente con su bautismo. De ahora en adelante Jesús se manifestará como hombre lleno del Espíritu, en grado sumo.

La conducción del Espíritu Santo en su vida pública se muestra ya inmediatamente después del Bautismo, como nos indica el Evangelio: “Luego Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mt 4,1). “Y después de esos cuarenta días, Jesús regresó, impulsado por el Espíritu Santo, a Galilea” (Lc 4, 14).

En su fuerza comenzó a predicar la Buena Nueva, curó a los enfermos y trató de ganar a sus contemporáneos para el Reino del Padre. Por todo su ser y actuar manifestó la inmanencia singular del Espíritu Santo.

Todos nosotros somos portadores del Espíritu Santo

Pero no sólo Cristo, sino también todos nosotros somos portadores del mismo Espíritu Santo. Desde nuestro Bautismo y especialmente desde nuestra confirmación, Él habita y actúa en cada uno de nosotros. “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”; nos explica San Pablo en la primera carta a los corintios. Mi alma y toda mi persona es consagrada al Espíritu y habitada por Él. Un famoso cardenal francés dijo en cierta ocasión: “El hombre común consiste en cuerpo y alma. Pero el cristiano consiste en cuerpo, alma y Espíritu Santo”. Y el mismo cardenal nos aclara: “El Espíritu Santo es el alma de mi alma”.

Es Él quien anima, ilumina y vivifica nuestra alma, quien nos forma y transforma interiormente. Es Él quien nos abre y dispone, para que Dios pueda hacer su obra salvadora en nosotros. Por eso, el Espíritu Santo es el gran Educador nuestro y el de todos los hijos de Dios.

El Espíritu nos conduce e inspira

La Iglesia, en el Concilio de Trento, ha definido que sin la inspiración del Espíritu Santo y sin su ayuda, nadie puede hacer una verdadera oración, una confesión sincera, un acto de caridad auténtico.

Por eso, desde nuestro Bautismo, no hemos hecho ni un solo acto desinteresado, ni un solo sacrificio, ni una sola confesión o comunión auténtica, ni una sola oración real ‑ sin que el Espíritu Divino nos haya inspirado y movido a hacerlo.

No hemos experimentado ni un impulso de caridad, de amistad o de fraternidad sincera, que no haya sido su obra en nosotros. Es también Él que nos sugiere que vayamos a cada Eucaristía.

Así, el Espíritu de Dios nos hace comprender y gustar las cosas de Dios, las acciones de Dios, la palabra de Dios.

Y aquellos a quienes la presencia y la acción del Espíritu Santo no los ha tocado, ni conmovido, ni transformado, ya no tienen salvación, porque el cielo no dispone ya de más recursos.

Una lucha eterna

El gran obstáculo para el triunfo del Espíritu Divino en nuestras almas es el diablo.

La historia del mundo y, sobre todo, la historia de nuestra propia vida, es una lucha entre el Espíritu Santo y Satanás, entre el Espíritu de Dios y el espíritu del mal. Y no existe nunca una propuesta del Espíritu Divino sin una contra‑propuesta, una contra‑ofensiva del diablo.

Queridos hermanos, pidamos, a Jesús la gracia de ser ‑ como Él ‑ abiertos y atentos al hablar y actuar del Espíritu Santo en nosotros; dóciles y obedientes a sus inspiraciones, dejándonos conducir y educar por Él.

Y pidámosle, además, su ayuda divina para rechazar ‑ como Él ‑ cada ofensiva y cada tentación del espíritu del mal.

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