Por P. Fernando Pascual
Tenemos muchos miedos: miedo a la enfermedad, a la traición de un conocido, a las crisis económicas, a las deudas, a la tristeza, a los daños en la convivencia que produce un mal gobierno.
Entre los miedos, uno tiene un peso particular: el miedo al pecado. No porque el pecado sea físicamente dañino (que puede serlo), sino por algo más profundo y radical.
El miedo al pecado surge cuando reconocemos su gravedad: nos aparta de Dios, daña las relaciones con los hermanos, destruye nuestra armonía interior, pone en peligro la propia salvación eterna.
El “Catecismo de la Iglesia Católica” (n. 1849) define así el pecado: “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana”.
Así, el pecado es dañar nuestro propio ser, herir lo que nos caracteriza como humanos: la apertura al amor, la posibilidad de orientar nuestra mente y nuestra voluntad al bien, la belleza, la justicia.
Por eso tememos el pecado. Es un daño radical, es una destrucción maligna, es fuente de numerosos conflictos interiores, familiares, sociales. Es, sobre todo, un alejamiento de Dios, que es nuestro Padre y el fin de nuestra existencia.
El miedo al pecado puede ayudarnos a dejarlo a un lado, a superar tentaciones insidiosas, a evitar aquellas ocasiones (lugares, páginas de Internet, lecturas, relaciones peligrosas) que facilitan la caída.
Cuando el pecado ha entrado en nuestro corazón, podemos hacer un acto de dolor perfecto (acto de contrición), basado en el amor, con el propósito de confesarnos cuanto antes, para que Dios vuelva a ser el centro de nuestras almas.
Leemos en la Primera Carta de San Pedro: “conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1Pe 1,17‑19).
Solo cuando nuestro amor sea más fuerte que el pecado, ya no será necesaria la ayuda del temor, porque nuestro corazón habrá encontrado lo mejor para dirigir nuestras decisiones:
“No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque Él nos amó primero” (1Jn 4,18‑19).