Por P. Fernando Pascual

En unos ejercicios espirituales predicados a la Curia romana y en presencia del Papa Juan Pablo II, el padre Tomas Spidlik, sacerdote jesuita checo que luego llegó a ser cardenal, contó una anécdota sobre una fundadora religiosa y sus diálogos con una mujer enferma incurable.

Un día que atendía a la enferma, la religiosa la invitó a rezar. La enferma contestó de un modo que daba a entender su falta de fe: “Si Dios existiese, yo no estaría aquí, sumida en esta miseria”.

Pasó el tiempo, y la religiosa estaba de nuevo atendiendo a la enferma. De repente, esta afirmó: “Dios tiene que existir”. La religiosa quedó sorprendida por esta afirmación, y preguntó por qué ahora decía esto. La enferma contestó: “Todo el bien que usted ha hecho por mí no puede haberse perdido”.

Muchos, ante la experiencia del dolor y del mal, sobre todo en seres queridos, han puesto en duda la existencia de Dios. ¿Por qué? Porque parece incompatible aceptar a Dios y constatar que “permite”, “tolera”, o incluso puede “querer” el sufrimiento de inocentes.

Sin entrar a fondo en las muchas reflexiones que se han hecho sobre el tema, la reacción de la enferma apenas recordada ofrece una perspectiva enriquecedora: Dios tiene que existir, porque de lo contrario el bien correría el riesgo de perderse.

Alguno responderá que el bien hecho por tantos y tantos hombres y mujeres que ayudan, que sirven, que trabajan por la justicia, que construyen la paz, queda plasmado en el recuerdo de los beneficiados y de la historia en general. Pero ese recuerdo no todos lo consiguen y, con el pasar del tiempo, se diluye en el olvido, como explicaba el filósofo alemán Robert Spaemann.

Para que el bien no se pierda, para que la justicia llegue a su plenitud, para que la honradez quede reconocida plenamente, hace falta afirmar que existe Dios, el único ser que supera los límites del tiempo, que vence las arbitrariedades de los hombres, y que rescata todo lo que de valioso existe en nuestro mundo.

Por eso, en medio de sus dolores y su angustia, aquella enferma había dado un salto de gigante, gracias a la paciencia, la servicialidad y el cariño de una religiosa que seguramente no hizo grandes discursos teológicos, pero sí supo estar al lado de quien sufría y necesitaba el apoyo de un corazón enamorado…

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