Por Jaime Septién
Probablemente para muchos hombres y mujeres la pandemia y el encierro no han sido otra cosa que ofuscamiento, miedo, desesperación, algo de locura, angustia y temor de muerte. La cadena de errores y dudas de las autoridades políticas –que han querido usar, como es su costumbre, la enfermedad colectiva a favor de sus intereses electorales– les da, sobradamente, para justificar el hecho sombrío y quedar sin fuerza siquiera para atajar el futuro.
Los católicos deberíamos estar fuera de esa cueva lúgubre. Sin olvidar cobrar la factura de la ineptitud a los políticos (donde más les duele, en la próxima elección), nuestra fe nos obliga a mirar el dolor como una oportunidad de crecimiento, tanto en lo personal como en lo colectivo.
Lo que hemos aprendido bien en este período de pandemia es que la responsabilidad del cuidado de los pobres es nuestra, lo mismo que la de construir una civilización a la medida de la persona. Hemos dejado en manos de políticos astutos las tareas de solidaridad y de cultura que nos son propias. El Evangelio no es una moral, es una forma de ser en el mundo; una ascensión constante. Mirar arriba, a la cumbre, donde no hay obstáculos.
Y trabajar, trabajar con denuedo para que haya pan en la mesa de las familias y un libro, una sinfonía, un trozo de arte, de bondad y de belleza en la vida de cada uno de nuestros hermanos. Siempre recuerdo aquello de García-Lorca: si yo tuviera hambre y tuviera que salir a pedir a la calle, pediría medio pan y un libro.
Ojalá hayamos entendido la lección. Si es así, habrá futuro.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 24 de mayo de 2020. No. 1298