Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Ante las catástrofes humanas solemos preguntaros ¿por qué? y ¿dónde está Dios? Lo más fácil es acusarlo de injusticia, de ausencia o de inutilidad.
Y torna así a ponerse de moda el llamado “problema de Dios”, de su existencia o de su valor, después de haberlo refundido en el olvido o convertido en amuleto. El punto de partida es la afirmación con fuerza que el Dios de los cristianos no es problema de nadie ni para nadie; es, sencillamente, solución. Al que confesamos “Creador de cielo y tierra” sabemos que todo lo hizo muy bien y muy bueno. Y donde hay bondad debe haber amor, no hostilidad.
Urge, pues, corregir la imagen pagana de Dios todavía en circulación. Un Dios que crea el mundo y al hombre para fastidiarlo, pertenece a la mitología pagana no al cristianismo. No se cultiva un campo para cosechar espinos. Si existe problema alguno, es del hombre no de Dios. Se necesita honestidad intelectual y moral para enfrentarse con Él. A uno de los Padres de la Iglesia lo interrogaba un pagano sobre su fe, y le exigía que “le mostrara dónde estaba su Dios”, y el sabio varón le contestó: Primero límpiate los ojos, y después yo te muestro a mi Dios. Ver a Dios con los ojos de la fe es privilegio de los limpios de corazón.
Quienes utilizan el método científico en sus estudios suelen encontrar mayor dificultad, porque su metodología consiste en separar, dividir, analizar, descomponer, recomponer la materia para lograr alguna utilidad y bienestar. Sus logros son maravillosos y les estamos agradecidos. Pero trabajan sobre las cosas, sobre lo ya hecho. Miran, por tanto, más al remoto pasado que al porvenir. Éste se reduce a la utilidad, a veces a cualquier precio, y le llaman progreso. Sus éxitos notables los envalentonan, pero la vista clavada sobre el microscopio les impide ver la claridad del cielo, de lo alto, de la totalidad, de la verdadera realidad. Nada ni nadie puede ser más real que quien la creó. El método científico no está hecho para trascender pues su visión achicada le impide descubrir nuevos y más altos horizontes, como marca la esperanza cristiana. Logran conocer cómo funciona el juguete -el universo-, pero no a su autor. Mucho menos su destino final.
El actual “cambio de época” es una oportunidad e invitación, sobre todo a los intelectuales, a que preparen el futuro, borroso todavía, pero conocido ya por Dios para recobrar lo humano y hacer brillar lo cristiano. Urge que el profesionista católico se encare con su fe y con su Dios. Que tome su Biblia y que la estudie con esmero, superando la interpretación ingenua de la infancia, la esotérica de los iluminados o la pachanguera de “los agachados”. Que descubra quién es quién, y se vean, como Moisés o como Job, cara a cara con Dios, creatura con Creador. Poéticamente lo hizo y cantó el salmista: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que fijaste, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes, el ser humano para ocuparte de él” (Salmo 8). A Dios el hombre lo encuentra levantando la mirada, contemplando y maravillándose de la creación y, sobre todo, descubriendo que él lo lleva en su corazón. Este tiempo, con pandemia y todo, es oportunidad para ser protagonista del futuro que vendrá. Que ya está viniendo. La verdadera fe cristiana ve las cosas en función de lo que viene. Lo estudia la teología, no la arqueología. Dios es futuro, y el futuro, de Dios.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 7 de junio de 2020. No. 1300