Por Felipe de J. Monroy
Cada mes, desde ya hace cinco años, recibo alguna llamada o mensaje de amigos periodistas lamentando que algunos colegas han dejado el gremio; las razones pueden ser dramáticas o anodinas, pero ninguna debe resultarnos indiferente porque, ya fuere asesinato, despido o renuncia, estamos frente a una página vacía o un silencio que se llenarán invariablemente con publicidad o propaganda.
Es difícil identificar el momento histórico en que el oficio periodístico tradicional comenzó a tener problemas de subsistencia, porque quizá en su esencia esté el conflicto y la precariedad.
Este servicio, que encontró su soberbio papel como “cuarto poder”, que se hizo indispensable en los principales acontecimientos del siglo XIX y XX, y que incluso operó en los cambios de no pocas sociedades, es claro que para los navegantes del siglo XXI luce como una actividad prescindible y, en ocasiones, hasta despreciable.
En el mejor de los casos, para el habitante del nuevo milenio el periodismo es una simple habilidad que se adquiere sin necesidad de juicio o discernimiento, como saber usar los cubiertos o amarrarse las agujetas. Hoy, millones de nuevos comunicadores creen que bastan un par de herramientas para internarse en una profesión que, sin embargo, debe lidiar con la verdad, la precisión, la independencia, la libertad, la equidad, la imparcialidad, la responsabilidad y, sobre todo, con la humanidad.
Es cierto, por desgracia no pocos de los medios y periodistas que poblaron y siguen rondando en nuestro espectro informativo prefirieron obrar a favor de la publicidad o la propaganda (personal, ideológica o institucional), eligieron su propio beneficio y estatus antes del bien común, corrompieron la confianza de sus audiencias, vendieron su credibilidad junto con su equidistancia de los actores y los intereses en los conflictos, o peor, eligieron un bando y una audiencia para regodearse en una perversa dinámica de decir sólo lo que sus clientes quieren escuchar.
En su más brillante expresión, el periodismo es la intermediación entre la verdad y la ciudadanía, es el espacio público donde se debaten con libertad y verificación los primordiales intereses del ser humano respecto a su época, su cotidianidad y su legado. Los periodistas, por nuestra parte, debemos tener la oportunidad de ser servidores de la persona en una época de descarte y discriminación, constructores de paz entre los muchos conflictos que nos aquejan, cronistas de la historia de nuestros pueblos, vehículos para la indignación de los inocentes heridos, memoria de lo que somos y hemos sido, protagonistas ante la indiferencia de los males que erosionan la belleza y plenitud de la vida humana, custodios de la información verificable de interés público.
Y, en todo ello, son imprescindibles los medios; publicaciones o emisiones independientes que representen la constructiva interacción de la sociedad con el periodismo, que excluyan cualquier relación de dependencia estructural que no sea con la propia empresa editora, que labren su fidelidad a sus principios y a sus audiencias.
Que esos principios y audiencias comprendan lo terrible que es la página en blanco o el silencio del periodismo, que reconozcamos que cada vez que el periodismo deja un vacío éste será ocupado por otro interés que muy probablemente sólo querrá de la ciudadanía su dinero, su temor o su obediencia.
TEMA DE LA SEMANA: EL PERIODISMO CATÓLICO NO VA A MORIR ¡VOLVEMOS!
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 19 de julio de 2020. No. 1306