Por Jaime Septién
En su libro El principio de esperanza, el filósofo Ernst Bloch hace una diferencia entre soñar con los ojos abiertos, o soñar con los ojos cerrados. Parece una tontería. No lo es. El segundo es el sueño de la noche. El primer modo es el sueño propio de la esperanza.
En efecto, la esperanza –lo ha repetido últimamente el Papa Francisco– nada tiene que ver con el optimismo dulzón de quien “todo lo ve color de rosa”, del que navega al arbitrio de las aguas, confiado en llegar a buen puerto. Es, por así decirlo, el sueño del que tiene fe. Una fe que lo lleva derecho a contemplar la realidad tal como es (no como quisiera que fuera). Con tormentas, oleaje bravo, distancia y tiempo. Pero, también, con mañanas de sol y abrazos.
Esta semana mi mujer y yo discutimos el nombre de un producto comunicativo en ciernes. Ella eligió, justamente, “Con los ojos abiertos”. Un título precioso que, por desgracia, no “pegaría” en el público. Preferimos soñar con los ojos cerrados. Dejarnos llevar por la ilusión de que “todo va a salir bien”, sin necesidad de renuncia, de oración, de sacrificio, tenacidad y seguimiento de la Voluntad de Dios. Por eso decía el poeta Gorostiza: “Ilusión, divino narcótico que llena de fantasmas los sentidos…”.
El principio de esperanza de Bloch no evade, al contrario, asume, la realidad. Importantísimo hecho. Sirve para fundar una esperanza sólida. En todas las materias de la vida. En el amor, en la vocación, en la misión, incluso en la salvación del alma. Pensamos poco, nada, en el Purgatorio. Cosas del pasado, de las abuelas. Pero es una realidad: no hay salvación sin cruz. Ahí se finca la esperanza cristiana. Por eso es un escándalo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de agosto de 2020. No. 1312