XX Domingo tiempo ordinario (Mt 15,21-38)
Por P. Antonio Escobedo C.M.
Jesús viaja a Tiro y Sidón, eran ciudades que se encontraban a unos 37 y 75 kilómetros, respectivamente, al norte del mar de Galilea. Es una larga caminata en tierra pagana. En ese territorio se presenta una mujer que roba nuestro corazón por su desesperación y tenacidad. Cuando ve a Jesús empieza a gritarle: “Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí”. En su clamor se percibe el dolor de ver a su hija sufriendo.
Por increíble que parezca, el lamento de la mujer no encuentra eco en Jesús. El silencio aturde. No es el trato cariñoso que estamos acostumbrados a ver en Él. En la misma sintonía están los discípulos: se enojan por los gritos que propaga y agobiados piden a Jesús que se deshaga de ella para que los deje en paz. Ante ello Jesús contesta que ha sido enviado a las ovejas perdidas de Israel. ¿No es desconcertante esta actitud de Jesús? ¿Tanto le costaba ocuparse de la hija de esa mujer? Sin embargo, la historia no termina ahí… la frialdad más fuerte llega cuando ella se arrodilla y ruega a Jesús que la socorra. Podríamos pensar que accederá. ¡Pero no! Jesús le dice: “no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perritos.” ¡Qué difícil es entender tal actitud! ¿Cómo puede ser tan rudo?
A pesar de las dificultades, la mujer no se da por vencida y en las palabras de Jesús encuentra la clave para superar los obstáculos con que lidiaba. Al estar atenta, se da cuenta que Jesús dijo “perritos” (en griego “kunárion”) y no “perros” (en griego “kúon”). La diferencia es que el “perrito” se refiere a la mascota doméstica que, al igual que en nuestros tiempos, llega a ser tan querida que la sentimos parte de la familia. La mujer le hace notar esto a Jesús. Casi podemos ver el brillo en sus ojos al sentirse parte de la familia. Ella reconoce el señorío de Jesús y, al mismo tiempo, recuerda su humilde posición ante Él. Es admirable apreciar que la mujer no se fue cabizbaja, sino que con sencillez clamó sus justos privilegios con una modestia ejemplar.
Es entonces cuando Jesús responde de forma determinante: “¡mujer, qué grande es tu fe! ¡Que se haga como quieres!”. Jesús encuentra gran gozo al descubrir a una mujer tan llena de fe. Ahora podemos entender que la actitud inicial de Jesús, que nos parecía muy grotesca, era una preparación para resaltar y poner como ejemplo el corazón de esta mujer.
La fe de esta extranjera nos interpela a los que somos “de casa” y que, tal vez por eso, llegamos a olvidar la humildad en nuestra actitud ante Dios. ¿No será que la oración de tantas personas alejadas que, sin saber rezar, agradan al Señor más que nuestros cantos y plegarias al ser rutinarios y satisfechos? A veces para llegar a Jesús se requiere arrojo e intrepidez. Ojalá que en tiempos adversos seamos capaces de orar sin desfallecer poniéndonos a los pies del Señor que nos ama.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 16 de agosto de 2020. No. 1310