Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
El Concilio Vaticano II ha pedido “fácil acceso” a las Sagradas Escrituras para todos los católicos. No es que nos haya faltado del todo, pero lo teníamos como disperso entre plegarias, cantos, catecismo, misa y devociones inspiradas en la Palabra de Dios. Había un cierto respeto reverencial hacia la Biblia, que aumentaba la distancia.
En boca de Don Justo Sierra nos llega este deseo de Don Benito: “Desearía que el protestantismo se mexicanizara conquistando a los indios; éstos necesitan una religión que los obligue a leer y no les obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos”. Usted juzgue, pero ahora nuestro Benemérito deberá estar satisfecho con la variedad de Biblias católicas que ofrece la Iglesia, sin grabar los bolsillos ni menospreciar los símbolos y ritos que amamos los mexicanos.
La Sagrada Escritura es recomendada por el Concilio como “sustento y vigor de la Iglesia, fuente pura y limpia de vida espiritual”, para todos, incluyendo a los pequeños. El conocimiento de la Escritura debe comenzar en el hogar. Los padres de familia son los responsables de la educación en la fe de sus hijos, derecho y deber que no se puede posponer ni delegar. Admite ayuda, pero no sustitución. Practicado durante la pandemia, habría generado progreso en la vida familiar.
La Biblia es el libro de la familia, junto con el catecismo católico y las oraciones de la abuela. La Palabra de Dios, salida de la boca del padre (y madre) de familia, enriquece a todos. El secreto de la sobrevivencia del pueblo de Israel, después de tantas persecuciones, se debe a la fidelidad a la palabra de Dios, leída y escuchada desde el hogar. Israel ha vivido gracias a su historia, narrada y transmitida oralmente de padres a hijos, y finalmente grabada en pergaminos y libros. Esta escucha de la palabra común ha generado una cohesión social, cultural y religiosa mucho más fuerte que la sangre, los cromosomas o el adn. Israel es un pueblo que ama la lectura, sabe leer y escuchar con atención. La Biblia, leída y comentada desde la tierna infancia en el hogar, ha sido el sustento espiritual del pueblo. Agnósticos y ateos la siguen amando y estudiando con pasión.
No en vano existió en Israel una ley divina que ordenaba: “Lo que oímos de nuestros padres no lo ocultaremos a nuestros hijos, lo contaremos a la nueva generación, las maravillas que él (Dios) realizó y cómo dio una instrucción a Israel: él mandó a nuestros padres que lo contaran a sus hijos”. Lo puede leer completo en el salmo 78. Los israelitas suelen intercalar durante la comida pasajes de la Biblia, comentarlos a sus hijos y aclarar las dudas de los preguntones. Se desconocía la literatura infantil, pero el libro y el pan nunca se separaban, y los relatos bíblicos y las “Diez Palabras” del Sinaí se les hacían “miel en la boca y alegría en el corazón”.
Israel dejó de ser multitud amorfa para convertirse en pueblo gracias a las narraciones bíblicas que entrelazaban a las familias y corrían de generación en generación. Esto le dio una firmeza y unidad capaz de resistir y superar embates y persecuciones sin cuento. La palabra cohesiona a la familia, y a ésta con la escuela, y a ambas con la sinagoga. El padre era maestro del hijo y el discípulo hijo del maestro. No había fractura ni oposición dañina, como entre nosotros. El pan de la mesa familiar se vitalizaba en el mesa-banco de la escuela y se sublimaba en la mesa del altar. Familia, escuela y templo, tres mesas y un mismo Pan.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de octubre de 2020. No. 1319