Por Jaime Septién
Tertuliano decía (en su tratado sobre la paciencia, él que era muy impaciente) que escribir sobre una virtud que no se posee es el principio de llegar a comprometerse con ella. Y de llegar a poseerla.
Lo mismo sucede con la virtud de las virtudes en el campo cristiano: la confianza en que en nuestra vida (y en nuestra muerte) opera la voluntad de Dios. Hay un dicho popular, con muchas variantes, que ejemplifica muy bien nuestro ¿cinismo?: “Hágase la voluntad de Dios, en las mulas de mi compadre”.
Si se nos pregunta (más aún, alguien que está a nuestro cargo), oiga, usted cree que Dios existe y actúa en cada uno de nosotros, respondemos con un sí tajante. Pero ya sobre temas concretos, comenzamos a dudar, a titubear, a poner pretextos: “sí, pero…”.
La fe en Dios, nos lo dice la doctrina, es una gracia. Es cierto: no se da solamente porque le eche ganas. Pero llega si, además de echarle ganas, somos “porosos” a la gracia. Lo dijo Jesucristo: si no te haces como niño no vas a entrar a gozar del reino de los cielos. ¿y qué es “hacerse como niño”? Hacerse pequeño, desinflarse, abrirse a una voluntad mayor, que no nace de mi talento o de mi esfuerzo, que me purifica.
En muchas ocasiones he contado que el teólogo Hans Urs von Balthasar puso punto final a su gigantesca obra con las palabras de Jesús en el evangelio de Marcos 10,15. Y con el verso aquel de mi admirado poeta alemán Friedrich Hölderlin: “¡Ah, cuánto más habría preferido ser como los niños!”
La voluntad de Dios se vuelve cotidiana y actuante –sin peros, como dicen las mamás cuando mandan algo a sus hijos– si somos como niños: a la vez inocentes e íntegros; inteligentes y alegres. En una palabra: confiados en Él. Y miren lo que dice Von Balthasar en su testamento espiritual: “Ser niño significa agradecer”. La mejor explicación de la gracia. La mayor alegría de la fe. Dar gracias a Dios de vivir…, y de morir.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de octubre de 2020. No. 1317