Por P. Fernando Pascual

Cada ser humano vive de esperanzas. No puede prescindir de ellas. Esas esperanzas pueden ser diferentes, grandes o pequeñas, sobre lo inmediato o sobre lo más lejano.

Así lo explicaba el Papa Benedicto XVI en una encíclica publicada en el año 2007:

“A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 30).

Los problemas surgen cuando constatamos que las esperanzas de aquí abajo pasan rápido, están heridas por una imperfección profunda. Ciertamente, son necesarias: sin ellas no daríamos ningún paso. Pero no bastan. Nada en esta tierra es capaz de llenarnos por completo. Todo ocurre muy de prisa.

Somos seres necesitados de esperanzas. Nuestro corazón está enfermo de infinito, de un amor y de una vida que no acaben y que no cansen. Nuestra mente se abre continuamente a nuevas fronteras y a más esperanza, a la “gran esperanza”. La verdadera meta es una, maravillosa, eterna: Dios.

Necesito momentos para mirar mi corazón y preguntarme: ¿qué espero? ¿Cuál es esa meta que más anhelo, que más busco? También puedo preguntarme: ¿qué espera Dios, qué desea, qué “sueña”, cómo me sueña?

En el fondo, esperamos conseguir aquello que amamos. Pero si el deseo es más grande de lo que aquí en la tierra podemos alcanzar, y si me siento débil, frágil, entonces… entonces la esperanza me lleva a esperar un regalo, un don.

“Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (Benedicto XVI, “Spe salvi” n. 31).

Ese Dios nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha invitado a acoger el gran regalo de la Redención. Me ofrece a mí, y ofrece a tantas personas que conozco o que no conozco, la oportunidad de llegar a la Patria.

Señor, me has hecho por amor y me has destinado a ti, mi verdadera y única felicidad. Ayúdame a caminar siempre sostenido de tu mano, con una “gran esperanza”, una esperanza que alimente mi amor y que me lleve a amar a todos mis hermanos.

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