Por P. Fernando Pascual
Dos pesos y dos medidas: la frase se explica por sí sola. Muchas veces un mismo hecho es juzgado de manera diferente según sea quien lo haya cometido, y según el modo de pensar de quien emite el juicio.
Pero no resulta fácil comprender por qué, quien juzga de maneras diferentes a quienes han realizado el mismo acto, no se da cuenta de que puede incurrir en graves contradicciones.
Si, por ejemplo, unas personas incendian un local de un pequeño empresario, habrá quien alabe el gesto como legítima protesta contra el sistema, mientras que lo condenaría firmemente si los agresores fueran “fascistas”.
El hecho, en sí mismo, es un acto de agresión contra una propiedad privada, con riesgo incluso de daños físicos a quienes estuvieran presentes en el local. No deja de ser malo porque lo realicen unos, ni sería mucho más malo porque lo realicen otros.
En muchos corazones humanos existen prejuicios de tipo intelectual, o afectivo, que explican esta extraña manera de juzgar los actos ajenos. Esos prejuicios provocan discriminaciones arbitrarias, incluso pueden desembocar en acciones hostiles contra inocentes.
Para superar las injusticias que nacen de este tipo de prejuicios, hace falta profundizar en los criterios que nos ayuden a reconocer que ciertos actos son malos en sí mismos, y que otros actos son buenos, sean quienes sean los que realicen esos actos.
Solo con esos criterios el ser humano puede entrar en una perspectiva que deja atrás prejuicios y afectos que no permiten ver bien las cosas como son. Así será capaz de reconocer que entre quienes resultan antipáticos existen acciones buenas, y entre quienes son simpáticos se cometen delitos condenables.
Entonces empezaremos a dejar atrás la idea de que existan dos pesos y dos medidas, para aplicar el criterio que ayuda a vivir en las relaciones humanas según un único peso: el de la justicia que promueve convivencias y paz en las sociedades en las que vivimos.