Por P. Fernando Pascual
Me levanto. Quiero llegar al trabajo, terminar ciertas tareas.
Empiezo una serie de rutinas. Cada una tiene su lugar en un proyecto, se orienta hacia una meta.
Vivimos, así, con una sencilla esperanza humana: lograré alcanzar mis objetivos, será posible llegar al lugar deseado.
La experiencia, sin embargo, nos muestra que no todos los objetivos se alcanzan. Lo imprevisto nos obliga a reajustar la ruta.
La orientación del inicio choca, así, ante un horizonte de incertezas. Hay mil imprevistos capaces de cambiar toda la trayectoria prevista al amanecer.
A pesar de las incertidumbres de la vida, en cada inicio ponemos aquellos medios que, esperamos, sean útiles para lograr objetivos más o menos concretos.
Dos preguntas, entre otras, surgen en mi corazón. ¿Tengo buenos objetivos? ¿Hago lo adecuado para alcanzarlos?
En ocasiones tenemos que reconocer que nuestras metas no valen la pena, o incluso que pueden ser dañinas. Basta con observar cómo ciertas adicciones destrozan a quienes buscan satisfacer deseos enfermizos.
En otras ocasiones, las metas son valiosas, pero no definitivas. Nos esforzamos por encontrar un buen trabajo, pero ¿para qué queremos ese trabajo y hacia dónde nos conducirá?
Además de la reflexión sobre las metas, surgen preguntas sobre los medios. Si mi meta es buena, ¿estoy poniendo los medios adecuados y buenos que me permitan alcanzarla?
Tomo este día entre mis manos como un nuevo inicio. Necesito un momento de paz y de oración para escoger buenas metas y para fortalecerme ante los imprevistos de la vida.
Con la ayuda de Dios, podré iniciar caminos que me orienten a objetivos en los que brille el amor, y que me acerquen así a la única meta definitiva: la que se consigue más allá de la frontera de la muerte