Por Arturo Zárate Ruiz

Ahora algunos políticos nos piden que nosotros, la Iglesia, pidamos perdón.

Vengan pues al templo y vean que lo hacemos todos los días cada vez que se inicia la misa. No restringimos los mea culpa ni a Semana Santa ni a Cuaresma. No podemos sentarnos a la mesa del Señor sin antes reconocernos pecadores. ¡Córcholis!, según advirtió san Juan, quien diga que no ha cometido pecado es un mentiroso. Mínimo nos chupamos los dientes cuando nos ordenan por quinta vez que cumplamos con nuestras obligaciones. Por tanto, todos a pedir perdón.

Si nuestros pecados son gordos, contamos además con el beneficio del confesionario. Por separado, cada pecador nos acercamos al sacerdote quien in persona Christi corrobora nuestro arrepentimiento y perdona nuestras faltas, incluso aquellas que sin intención hayamos olvidado.

Al perdonarlas, no las cubre, sino las borra del todo. Por la misericordia y poder de Dios mismo, ya no existen y nuestra alma está tan limpia como la de un niño recién bautizado.

¡Qué oportunidad tendrían estos políticos si asisten con nosotros a la Iglesia! También ellos podrían aprovechar y confesarse. Y aunque podríamos pensar que la virtud de un político es extraordinaria, pues, según nota el papa Francisco en Fratelli Tutti, la política es el ejercicio supremo de la caridad, aun así, a quien se le ha dado mucho, más cuentas se le pide. Por su rol de liderazgo, son muchas las cuentas que un político tiene que rendir.

No tenga miedo entonces el político. La confesión en la Iglesia no es un ejercicio de transparencia hacia el público. El sacerdote guardará el sigilo sacramental.

Tal vez el que las confesiones no sean públicas sea lo que no guste a esos políticos. Pero es así desde los primeros siglos porque lo que quiere la Iglesia es la conversión del pecador, no su exhibición, menos aun el extorsionarlo y manipularlo con la amenaza de revelar sus secretos. Un sacerdote que apenas intente hacerlo ya está de inmediato excomulgado.

Esa conversión la debería querer también el político, que de preferir exhibir a un pecador que le cae mal o le estorba, lo que muestra es más bien un deseo de estigmatizarlo o aniquilarlo. Algo nada piadoso.

Puede disgustarle también que a quien pidamos perdón sea a Dios. Junto con David exclamamos “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces”.

No quiere decir que no nos dirijamos también al hermano. En el Padre Nuestro, nos perdonamos unos a otros las ofensas, y antes de comulgar nos damos unos a otros la paz. Que es a eso lo que nos debe conducir el pedir perdón, a la reconciliación y la paz entre los hermanos.

Dicho esto, hay algo que deben entender muy bien estos políticos. Jamás los cristianos vamos a pedir perdón por anunciar el Evangelio. Lo hemos hecho y la haremos porque ese es el mandato del Señor. Además, hemos insistido e insistiremos “a tiempo y a destiempo”, según ordena san Pablo. Que si quieren llamar a evangelizar “colonización”, háganlo. Pero también llamen colonizadoras a sus mamacitas por intentar, espero que lo hayan hecho, enseñarles buenas costumbres.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de noviembre de 2020. No. 1322

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