Por P. Fernando Pascual
Los cristianos han sido perseguidos en numerosas ocasiones del pasado. También en nuestros días hay persecuciones contra quienes creen en Cristo, son parte de su Iglesia, aman la verdad por encima de la propia vida.
Lo que parece extraño es afrontar el tema de la persecución a los cristianos con expresiones vagas, incluso con manipulaciones, como cuando se dice que en algunos lugares no hay ninguna persecución, sino solo una serie de reglamentos establecidos por la ley respecto a las religiones.
Un comentario de ese tipo resultaría tristemente comprensible en labios de tiranos como Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot y otros grandes perseguidores de los cristianos durante el siglo pasado. Pero sorprendería escucharlo en nuestros días por alguien que pretenda ocultar el drama de las víctimas perseguidas con un argumento que raya en el cinismo.
Muchos dictadores y tiranos del pasado, y algunos sistemas políticos que se autodeclaran democráticos, han sabido aplicar, y aplican también hoy, métodos de persecución que se revisten con una apariencia de legalidad y de formulismos que son propios de burócratas al servicio del mal.
Desde leyes, reglamentos, disposiciones judiciales manipuladas, y otros métodos represivos, miles de cristianos han sido privados de sus derechos básicos, han visto obstaculizado su acceso a los sacramentos, han llegado a la cárcel por enseñar la fe a sus hijos o por defender a sus sacerdotes.
Esos cristianos necesitan oraciones por parte de todos los que creemos en Cristo. Y necesitan el apoyo de los auténticos defensores de la justicia y de los derechos básicos de las personas, para que las persecuciones que sufren sean denunciadas y desmanteladas con firmeza, desde la verdad.
En nuestro siglo, muchos hombres y mujeres no podrán entrar en iglesias, ni tendrán el acceso a los sacramentos, ni, en casos extremos, podrán leer una Biblia en sus casas con la que nutrir sus corazones en la fe.
Pero esos cristianos perseguidos tendrán siempre la ayuda de Dios. Sus sufrimientos de hoy, como en el pasado, se convertirán en sangre que fecundará nuestra tierra dolida con la llegada de nuevos discípulos, dispuestos a seguir, hasta el heroísmo, a Cristo, muerto y resucitado por nuestro amor.