Por Martha Morales
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Hace 21 siglos alguien formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia no ha terminado aún de responderla. La respuesta a esta pregunta puede dar sentido, o no, a toda la vida y a toda muerte. En esta respuesta se nos va el todo.
Jesús fue hijo de esta tierra, de sus paisajes, de sus problemas de sus luchas y dolores. Su tierra, Palestina, es seca y sin un monte que valga la pena recordar. “Encarnándose en Palestina, entra de lleno en la torpeza humana, se hace hombre sin remilgos, tan desamparado como cualquier otro hombre de esta raza nuestra. Palestina es todo menos una tierra “de lujo” (Martín Descalzo). Es la aceptación del mundo tal y como el mundo es.
Un escritor ruso, Dostoievsky, temblaba ante el solo nombre de Jesús: Este hombre fue lo más excelso de la tierra, la razón por la cual la tierra existe. Todo nuestro planeta, con todo lo que contiene, sería una locura sin este hombre. No ha habido ni habrá jamás nada que le sea comparable. Ahí está el gran milagro.
Jesús Niño era un niño como los demás, pero había en él, a la vez, algo especial. Sus treinta años de vida oculta fueron la vida verdadera de Jesús, donde nos enseña la maravilla de lo ordinario, de lo cotidiano. Y los tres años de vida pública, fueron una explicación, para que nosotros entendiéramos los que nosotros no éramos capaces de vislumbrar. “¿O es que pronunciar las bienaventuranzas será más importante que haberlas vivido durante treinta años o hacer milagros será más digno de Dios que haber pasado, siendo Dios, la mayor parte de su vida sin hacerlos? Pasar sin detenerse junto a estos treinta años de oscuridad, sería cortar a la vida de Jesús sus raíces”, escribe José Luis Martín Descalzo. Y continúa: “En él, respirar, cortar madera son un testimonio tan alto como resucitar muertos”. En sus años en Nazaret está ya enseñando y redimiendo, dando tanta gloria al Padre como con su vida pública.
“El que todo lo sabía aprendía de los que casi todo lo ignoraban; el creador se sometía a la creatura; el grande era pequeño y los pequeños eran grandes. Sólo en el amor había una cierta igualdad. No porque todos amasen igual, sino porque ninguno podía amar más de lo que amaba”. Además, Jesús se somete a quienes eran infinitamente menores que él.
Un poeta ha escrito así de Jesús Niño:
- Siendo Dios era difícil,
- casi imposible jugar;
- las canicas en su mano
- tenían sabor a sal.
- Sobre su espalda infantil
- cargaba la eternidad,
- demasiado peso para
- poder reír y cantar.
- Por eso a veces sentía,
- viendo a los otros jugar,
- la nostalgia de no ser
- sólo un niño y nada más.
Albert Camus, desde su dramática falta de fe, pero no de cultura, dice: La noche del Gólgota tiene tanta importancia en la historia de los hombres porque en aquellas tinieblas, abandonado ostensiblemente sus privilegios tradicionales, la divinidad ha vivido hasta el fondo incluida la desesperación, la angustia de la muerte.
Benedicto XVI desentraña unos rasgos hermosos, y escribe que “Dios se hizo visible a través del hombre Jesús y, desde Dios, se pudo ver la imagen del auténtico hombre”. En el Libro del Deuteronomio dice: “Pero no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara…” (34,10). Eso era lo peculiar de Moisés, había hablado con Dios como el amigo con el amigo (cf. Éx 33,11). Lo decisivo de la figura de Moisés no son los hechos prodigiosos que se cuentan de él, ni las penalidades sufridas en el desierto. Lo decisivo es que ha hablado con Dios como con un amigo: sólo de allí podían provenir sus obras y la Ley que debía regir a Israel.
La promesa de Dios al pueblo de Israel es que enviaría a un nuevo Moisés, y la característica de este profeta es que trataría a Dios “cara a cara”. Su rasgo distintivo es el acceso inmediato a Dios, de modo que pueda transmitir luego la Voluntad y la Palabra de Dios al pueblo, sin falsearla.
Jesús entiende bien a los hombres, conoce nuestra terrible sed de ser amados. Se puede afirmar, también, que Jesús es el hombre más amado de la historia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de diciembre de 2020. No. 1328