Escribe el sacerdote Antonio Rivero, L. C., que “Jesús no sólo ama a los niños, sino que los presenta como parte suya, como otros Él mismo: ‘El que por Mí recibiere a un niño como éste, a Mí me recibe’ (Mateo 18, 5)”.

Por si fuera poco, como explica este presbítero español, “Jesús se atreverá a pedir a todos el supremo disparate de permanecer fieles a su infancia, de seguir siendo niños, de volver a ser como niños”. Esto aparece en Mateo 18, 3:

“Y dijo: ‘En verdad os digo que si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”.

Dos clases de infancia

Este versículo de algún modo parece chocar con estos otros de la primera carta a los Corintios 3, 1-2, donde san Pablo reprocha: “Y yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no os di comida, porque aún no lo admitíais. Y ni aún ahora lo admitís”.

Sucede que este ser como “niños en Cristo” del que habla Pablo, se refiere a una falta de crecimiento espiritual; por tanto, a un permanecer aún anclados en las cosas de la carne, en los asuntos mundanos.

En cambio la llamada de Jesús a la infancia espiritual, explica el padre Rivero, “no es el infantilismo, que es sinónimo de inmadurez, egoísmo, capricho. Es, más bien, la reconquista de la inocencia, de la limpieza interior, de la mirada limpia de las cosas y de las personas”, pues “infancia significa sencillez espiritual, ese no complicarme, no ser retorcido, no buscar segundas intenciones. Infancia espiritual significa confianza ilimitada en Dios, mi Padre, fe serena y amor sin límites”.

Por eso Jesús explicó a Nicodemo que era necesario renacer; un nuevo nacimiento que esta vez es “desde arriba”, “del agua y del Espíritu”, y que además es imprescindible para poder ser salvados (ver Juan 3, 3-6).

Infancia espiritual

Ahora bien, la noción de la infancia espiritual está presente en la reflexión cristiana al menos desde la Edad Media, con frecuencia unida a la devoción al Niño Jesús. Sin embargo, el uso habitual de la expresión se da desde del siglo XVII.

Pero fue a finales del siglo XIX, con santa Teresita del Niño Jesús, que las enseñanzas en torno a la infancia espiritual se comenzaron a divulgar ampliamente.

La joven santa de Lisieux (1873-1897) describirá la infancia espiritual como “el camino de la confianza y del total abandono” en Dios. Ella lo llamaba su “caminito”, y quería que fuera “muy sencillo”; de hecho, a Teresita los libros de oraciones muy compuestas la empalagaban, y los autores espirituales muy complicados “la volvían loca y secaban su alma”, según se lee en su carta VI a un misionero.

Dicen los biógrafos de la joven santa que ella no tuvo necesidad, como dice la frase evangélica, de hacerse como niña, pues ya lo era. Por eso, cuando meditó por primera vez en esas palabras de Jesús, no tuvo que decirse “me haré como niña”, sino “seguiré mi camino por la senda de la Infancia”. Precisamente ésta es su originalidad: haber llegado por sí misma a la esencia del cristianismo, comprendiéndolo y viviéndolo desde que era pequeña.

Ella escribe en el convento: “Presiento que mi misión va a comenzar, la misión de hacer amar a Dios como yo le amo, la de enseñar mi caminito a las almas sencillas. El caminito de la infancia espiritual, de la confianza y del total abandono”.

Agrega: “Jesús se complace en enseñarme el único camino que conduce al Amor, y este camino es el del abandono del niño que se duerme sin temor en brazos de su Padre”.

Algunas claves

La infancia espiritual que presenta santa Teresita es la de un cristianismo práctico en el que no se hacen cosas extraordinarias, sino “cosas ordinarias extraordinariamente bien”.

De hecho, lo que más vale es ser pequeño: “Lo que al Señor le agrada en mí es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su Misericordia. Éste es mi único tesoro”.

El de Teresita de Lisieux es también el camino de la confianza total en Dios: “La confianza y sólo la confianza nos puede conducir al Amor. Aun cuando yo tuviese sobre mi conciencia todos los crímenes que se pueden cometer, no perdería nada de mi confianza: iría con el corazón roto por el arrepentimiento a arrojarme en los brazos de mi Salvador. Sé qué Él ama al hijo pródigo; he oído las palabras que dirige a la Magdalena, a la mujer adúltera, a la samaritana. ¡No! Nada podría asustarme. Sé a qué atenerme respecto de su Amor y Misericordia”.

El caminito de Teresita también comprende que “lo propio del amor es abajarse”, y que, el que ama de verdad, goza tanto más cuanto más puede comunicarse, regalarse, entregarse. Es lo que ella llama “ser víctima de la Misericordia y del Amor de Dios”, ser el recipiente de su Bondad infinita.

Para ello, la infancia espiritual de Teresita la lleva a ofrendarse al Amor Misericordioso de Dios: “Me ofrezco como víctima a vuestro Amor Misericordioso, suplicándoos me consumáis sin cesar, desbordando en mi alma las olas de infinita ternura que se encierran en Vos, y así llegue a ser mártir de vuestro Amor”.

Paradójicamente, con la infancia espiritual se pasa de la pequeñez a la grandeza: “Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mateo 18, 4).

TEMA DE LA SEMANA: LA INFANCIA ESPIRITUAL: EL CAMINO A JESÚS

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de noviembre de 2020. No. 1325

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