Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

En el transcurso de la historia el hombre ha podido superar sus tragedias, levantar la cabeza y volver a empezar. Ha ido aprendiendo del pasado y buscando un porvenir mejor. Dispone de una poderosa reserva espiritual que lo hace no cejar en su esfuerzo por sobrevivir y mejorar; le llamamos esperanza, y su alcance se mide por su esfuerzo y la amplitud de su mirada.

Hay esperanzas pequeñas, de corto alcance. Son los bienes que deseamos obtener: éxito en el trabajo, aprobar un examen, prosperidad económica o acierto en el amor. Son esperanzas menores, que siempre conllevan un esfuerzo propio y nuestra fragilidad. Nadie, en cambio, dice tener esperanza de que mañana salga el sol, pues las leyes naturales, aunque escapan a nuestro dominio, nos brindan seguridad. Los bienes humanos, al contrario, nos suelen fallar, se suelen diluir, dejando en nosotros un vacío, una nostalgia, un dolor. Sencillamente, no dan felicidad.

¿Toda esperanza humana está condenada a la frustración? ¿Es tan pequeño nuestro corazón que sólo caben en él desilusiones? No. Hay en nosotros una fuerza interior que nos dice que existe algo más allá, algo más grande, y que no todo puede terminar en decepción; sino que debe tener un sentido, una finalidad buena, aceptable y duradera, a la que llamamos felicidad. Felicidad que debe corresponder a la altura de nuestro ser, a nuestra dignidad, en una palabra, a Alguien que nos espera, capaz de llenar nuestro vacío y nuestra soledad. Ese Alguien que puede dar sentido a nuestra vida, desde su inicio hasta su final, es lo que solemos llamar “Dios”.

Esto no es difícil de pensar, pero sí de imaginar. El temor a lo desconocido nos inhibe, las preocupaciones cotidianas nos cercan y las maldades nos ciegan. El refranero popular dice que el asno nunca olvida donde come, pero el profeta (Is 1,3) nos recuerda que el asno conoce al que le da de comer. Infinita la distancia entre el pesebre y su señor. Esta es la diferencia entre esperanza y progreso. La inteligencia y la memoria se ennoblecen cuando se personalizan, cuando no se agotan en objetos, en bienes materiales, sino que descansan en una persona. Entonces la esperanza se trasciende, se vuelve verdaderamente humana. Y así, cuando las esperanzas terrenas se agotan, buscamos las que no se acaban, en las que podemos confiar y descansar. Esta esperanza mayor, esta esperanza grande, es la que dignifica nuestra vida, le da sentido y gozo para siempre. Para los cristianos esta esperanza es el Dios de Jesucristo, al que llamamos Padre y Creador.

Ahora muchas esperanzas nos salen al paso: que se acabe la pandemia, que aparezca la vacuna, que se abran los negocios o los templos, que volvamos “a la normalidad”. ¿Cuál normalidad? –La de siempre. Esta es una palabra perversa, porque quien no mejora, empeora. Le quita futuro al Evangelio. Girando en torno a la noria el asno camina, hace algo útil, pero no avanza. Se consume. Hasta llega a morir de sed.

Bienvenidos todos los esfuerzos por mejorar, por lograr lo que ahora llamamos “progreso”. Pero, si a estas laudables iniciativas las condimentamos con la sal del Evangelio, ampliamos el panorama y tendremos un progreso verdadero, humano, digno de los hijos de Dios.

Entonces podremos llamarnos los cristianos hombres y mujeres de esperanza. Iniciamos el tiempo del Adviento para disponernos a la venida de nuestro Señor Jesucristo. Él es nuestra Esperanza. Provechoso nos sería tomar el Evangelio en una mano y en la otra la Carta del Papa Francisco Fratelli Tutti, y ver qué podemos hacer. Algo tenemos que hacer para no frustrar nuestra Esperanza.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de diciembre de 2020. No. 1327

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