Por Jaime Septién
Dice Mauricio Sanders –autor de Humo blanco y de Polvo enamorado, entre otros libros– que la única manera de entender el momento actual es volver a los clásicos. Tiene razón. Estamos tan enredados que sólo acudiendo a quienes tuvieron tiempo de pensar (ahora nos gana “la autoexplotación y el rendimiento”, como dice Byung-Chul Han) podemos aclararnos algo.
Y el “clásico de clásicos” es un texto escrito en 1835: La democracia en América del francés Alexis de Tocqueville. Desde luego, no voy a presumir que lo he leído completo. Solo algunas partes (es inmenso). Pero hay una de ellas importante: donde liga al espíritu religioso con la libertad y con la democracia.
Dice, palabras más, que solo la religión puede formar hombres moralmente libres, capaces de vencer (trasladado al día de hoy) el neoliberalismo salvaje y el materialismo atroz (o el populismo). Para el pensador francés –que, por cierto, era agnóstico– la religión no es solo connatural al hombre, sino una necesidad civil para salvaguardar la libertad. Porque el hombre religioso (¿cuántas de las AC e IAP de México tienen su origen en la religión?) es capaz de asociarse por el bien común y, así, superar tanto el individualismo democrático como la sumisión al tlatoani en turno.
Suprimir la religión de la vida civil o volverla arma política, degrada al ser humano y a la democracia la convierte en un fantoche. Y hoy vemos cómo, en la Cámara de Diputados, los legisladores “progresistas” quieren suprimir a la religión de forma despiadada, de la vida civil, volverla a la sacristía. Y con mordaza.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de abril de 2021 No. 1344