Por Arturo Zárate Ruiz
Según las “teorías de género”, nuestra sexualidad no depende de tener pene o vulva, sino de roles que la sociedad asigna e impone a los humanos, roles que pueden cuestionarse y cambiar si un individuo así lo siente, o prefiere, o le conviene. Por ejemplo, según estas teorías, que el “hombre” salga de casa para trabajar y la “mujer” se quede para cuidar a los niños no es más que una convención “machista”; es más, que el “hombre” se tenga que casar con una “mujer”, en vez de con otro “hombre” si así éste y el otro lo desearan, no sería más que un prejuicio de una sociedad homofóbica.
Parecería que hay razones para creerlo así. Por ejemplo, lo que muchos consideran “varonil” cambia en alguna medida con las usanzas. Nadie que se precie hoy de “macho” se vestiría con zapatitos de tacón altísimo los cuales lo obligaran a caminar de brinquitos o de punta-talón; ni adornaría sus empeines con florecitas; ni dejaría crecer su pelo (o peluca) lleno de bucles, de moños y de rayitos casi hasta el piso; ni se vestiría con blusas repujadas con olanes, en vez de camisas; ni se pintaría las uñas y la cara como geisha; ni se entallaría hasta muy arriba unas medias demasiado lindas, en vez de pantalones. Lo hizo sin embargo Luis XIV quien, rey absoluto de Francia, impuso dicha moda para todos los que se preciaban de muy hombres en su época. Las damas de la corte se rendían a ellos como hoy muchas a un agente 007. Si nos hubiéremos presentado ante ese monarca como ahora, con el pelo corto y con camisa discreta de oficinista, le hubiéramos parecido, si nos hubiera ido bien, plebeyos, inmaduros o niñitos, pero más seguramente niñitas o invertidos, por no “sacar a relucir” nuestra virilidad.
—Phew!—, nos hubiera condenado ese monísimo, pero “homofóbico”, rey, tras sacudir su pañuelito muy bordado.
Más razones se podrían adelantar. Que los trabajos rudos son para hombres y los dulces para mujeres no puede ya sostenerse. En mi ciudad estamos llenos de mecánicas y de conductoras de taxi. Desde hace siglos las damas no sólo participan en el ejército, sino lo comandan, como lo hizo santa Juana de Arco con los franceses, y la condesa Matilda de Canosa, quien derrotó y humilló al temible emperador Enrico IV cuando amenazó al Papa Gregorio VII, y no hablemos de Simíramis, quien extendió los territorios de Asiria de Etiopía hasta la India. Mi esposa, quien es enfermera, no se la cree que los hombres seamos más rudos, al menos si se nos atiende en el hospital. Aunque luzcamos más musculosos que Schwarzenegger, estallamos en grititos y en lágrimas, dice ella, cuando apenas se nos muestra una aguja para vacunarnos.
En fin, eso de que sólo se acepte el disfrutar del sexo si un hombre y una mujer se casan hasta que la muerte los separe no sería, dirían los teóricos de “género”, más que un dogma represivo de los católicos, quienes se niegan a imaginar siquiera los múltiples goces de acostarse con todos y con todo, lo cual, tan bonito que se siente, no puede ser sino “amor”.
Sin embargo, estas “razones” no pueden borrar el hecho básico de que los hombres tenemos pene, mientras las mujeres vulva, ni borrar que no hay ningún otro modo, natural, para engendrar niños que el de la unión sexual entre un hombre y una mujer, lo cual tiene consecuencias que trascienden su biología, pues son sociales, psicológicas y morales.
Aunque parezca una bobada recordarlo: las mujeres no desovan como peces hembras que abandonan inmediatamente sus huevecillos. Se embarazan por largos meses, dan lactancia por varios años y aún más si vienen más niños (eso era lo ordinario antes de que llegara el anti-natalismo). Son ellas las que pueden cumplir de manera natural estas tareas. Aunque el papá puede ayudar y darle el biberón al bebé, y debe ayudar en muchas cosas más, no se le pida esa cercanía físico-afectiva que sólo puede ofrecer una madre al darle pecho a la criatura, cercanía físico-afectiva que, para desarrollarse, exige de la mujer una mayor atención, en tiempo y en contacto, hacia los hijos.
Si el padre no puede aproximarse mejor que la madre a los hijos (ni puede, en no pocas ocasiones, hacer muchas otras cosas mejor que su mujer, aun en el área laboral), puede al menos intentar participar en el proveer y proteger, y, en fin, ser un siervo de su familia, como lo fue San José. Ahora bien, como la familia es una tarea de toda una vida, bríndeles a su mujer y a sus hijos esa seguridad afectiva y material que requieren, por lo cual nada de andar de coqueto con otras o con otros (¡Phew!) pues se debe a su familia del todo. Nunca los abandone. Eso es lo que lo hace hombre.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de abril de 2021 No. 1343