Por Padre Fernando Pascual

No resulta fácil hablar de renuncia, de abnegación, de sacrificio. En parte, porque cuesta dejar aquello que nos gusta, lo que da seguridades. En parte, porque nadie prescinde de algo si no tiene claro que va a conseguir una cosa mejor.

Pero para el cristiano la renuncia es algo fundamental, que nace del mismo Evangelio y que permite abrirnos a la experiencia maravillosa de la misericordia recibida y compartida.

Jesús mismo dijo a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,24 25).

Ahí está la clave: uno pierde y deja algo, porque espera conquistar, ganar, algo mucho mejor. ¿Qué es eso mejor? Es la intimidad con Dios, es la victoria sobre el pecado, es la vida que inicia aquí y llega hasta la eternidad.

Hace años, Renzo Buricchi (1913-1983), un laico italiano sin estudios académicos pero lleno de una fe profunda y viva, explicaba cómo la renuncia nos libera de los lazos de Satanás y nos abre a la experiencia cristiana.

“Solamente en la renuncia Satanás no tiene poder; a él se le ha dado el poder de estar en todas partes, menos en la renuncia en la cual no tiene permiso de entrar.

Satanás fue derrotado en las tentaciones de Cristo porque Cristo renunció a todo lo que aquel le ofrecía. Hubiera sido suficiente una mínima concesión y Cristo mismo habría sido arrastrado” (Renzo Buricchi, en el libro de M. Pierucci, “Un cipresso per maestro”, Cantagalli, Siena 2011, p. 192).

Entonces, cada vez que renunciamos a un capricho en la comida o en la bebida, a una palabra de más que solo sirve para envanecernos, a una compra superflua, a un tiempo dedicado a Internet sin ningún provecho, salimos de las tinieblas, rompemos las cadenas de Satanás, y nos disponemos a recibir la vida verdadera.

Renuncia: una palabra que asusta, porque pensamos que dejamos, que perdemos, y que así aumentarán los problemas. En realidad, una renuncia bien llevada eleva el corazón al mundo del espíritu, abre el alma a la gracia, permite tener los ojos y la voluntad disponibles para ver y acudir en ayuda ante tantas necesidades de nuestros hermanos…

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