Cada vez que se proclama la fe mediante el Credo, se afirma: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Pero si bien la única razón de ser de la vida terrenal y pasajera es la conquista de la vida eterna, hoy más bien prevalece en el mundo, incluso entre la mayoría de los católicos, el miedo y el rechazo al regreso de Cristo, y se prefiere evadir el tema tratando de convencerse de que, si ocurre la Parusía, eso será dentro de miles de años.
Muy distinto es lo que enseña Jesucristo, que llama una y otra vez a sus discípulos de todos los tiempos a estar en vela porque nadie sabe cuándo volverá Él (ver Mateo 24, 42; 25, 13; Marcos 13, 33-35).
No tiene sentido esquivar los asuntos relativos a la vida eterna puesto que todo ser humano se va a encontrar con dicha realidad, ya sea que le toque estar aún sobre la Tierra cuando ocurra el retorno glorioso de Cristo, o bien porque ya entonces habrá muerto y tenido que presentarse ante Dios a darle cuentas de su vida en el juicio particular (ver Catecismo ,n. 1022).
Hacia la vida futura
El Pbro. Juan Manuel Pérez Romero, quien fuera rector del Santuario de la Congregación de Nuestra Señora de Guadalupe, en Querétaro, recalcaba en sus enseñanzas sobre el Purgatorio que éste tiene varios niveles, y que el más alto y del que casi no se salvan ni las personas buenas es el Purgatorio de Deseo, al cual se va porque en vida no se deseó suficientemente llegar al Cielo.
Así que conviene meditar mucho en el más allá, y dejar de anclar las promesas mesiánicas sólo en lo material y en el orden temporal (ver I Juan 2, 15-17). Pero es cierto que parte del problema radica en que el hombre no es capaz de imaginar la vida en el Cielo; pareciera que allá sólo hay gente cantando y alabando por los siglos de los siglos, lo que a la larga se antoja muy aburrido.
Los santos a los que les fue mostrado el Cielo, asombrados de lo que experimentaron, no pudieron encontrar palabras adecuadas para describirlo; por ejemplo, san Pablo se limitó a decir que “ni ojo vio, ni oído oyó, ni por mente humana han pasado las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman” (I Corintios 2, 9).
Algunos indicios
Aquí haya algunos indicios de cómo será la vida eterna:
- Los que alcancen el Cielo se asemejarán a Dios porque lo verán “tal cual es” (I Juan 3, 2).
- Ahí la vida no será de ningún modo monótona, pues “el Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (Catecismo, n. 1024).
- Vivir en el Cielo será un contemplar a Dios en su gloria celestial (Catecismo, n. 1028), un “estar con Cristo” (ver Juan 14, 3; Filipenses 1, 23; I Tesalonicenses 4, 17), pues “donde está Cristo, allí está la vida, allí está el Reino” (San Ambrosio).
- En el Cielo, Jesucristo “asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad (Catecismo, 1026). “Al que Me sirviere, mi Padre le honrará” (Juan 12, 26).
La Nueva Jerusalén
Las Sagradas Escrituras hablan de la vida futura en imágenes tales como un banquete de bodas (ver Mateo 22, 2-9), las Bodas del Cordero (ver Apocalipsis 19, 7-9 y 21, 9) o la Nueva Jerusalén.
Sobre esta última, la Palabra de Dios dice que “ésta es la morada de Dios con los hombres” (Apocalipsis 21, 3), y en el siguiente versículo explica otras características de la vida en la Nueva Jerusalén:
- No habrá muerte.
- No habrá llanto.
- No habrá gritos (desesperación).
- No habrá fatigas.
- No se necesitará sol ni luna que la alumbren, porque Dios mismo la iluminará.
La Nueva Jerusalén es descrita de una belleza inimaginable: “Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce Ángeles y nombres grabados, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel (…). La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero (…). La ciudad es un cuadrado (…). El material de su muralla es jaspe, y la ciudad es de oro puro (…). Los asientos de la muralla de la ciudad están adornados de toda clase de piedras preciosas (…). Y las doce puertas son doce perlas” (Apocalipsis 21, 11-21).
Cielo y Tierra Nuevos
Pero también, en Apocalipsis 3, 12, se lee que la Nueva Jerusalén “baja del Cielo enviada por mi Dios”; y esto se repite en Apocalipsis 21, 2 y Apocalipsis 21, 10. Con esta descripción de algún modo se crea un enlace entre lo celestial-espiritual y lo terrenal-material.
TEMA DE LA SEMANA: «Madrugó su luz más que la aurora»
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de abril de 2021 No. 1343