Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Un aniversario más de la pascua de san Juan Pablo II a la Casa del Padre, precisamente en las primeras vísperas del Segundo Domingo de Pascua del 2005. Domingo en cual instituyó la fiesta de la ‘Divina Misericordia’, por petición de Jesús el Señor, a Santa Faustina Kowalska. Todavía recordamos la aclamación de la multitud ante la muerte de este gran Papa, Magno entre Magnos, bajo todos los capítulos: ‘¡Santo Súbito!’. Como dijo el Papa Benedicto XVI: “En la palabra ‘Misericordia’, (el Santo Padre Juan Pablo II), encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales (nazi y comunista) y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor” (Homilía del 15 de abril de 2007).

El mismo san Juan Pablo explicó en la homilía del 7 de junio de 1997, como lo recuerda Slawomir Oder, en el libro ‘Por qué es Santo’: “siempre he sentido cercano y me ha gustado el mensaje de la Divina Misericordia. Es como si la Historia lo hubiese inscrito en la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial. En esos años difíciles fue un apoyo y una inagotable fuente de esperanza, no solo para los habitantes de Cracovia, sino para todo el país. Ésa fue también mi experiencia personal, que llevé conmigo a la Sede de Pedro y que, en cierto sentido, constituye la imagen de este pontificado”. Añade Oder un testimonio de uno de los colaboradores de Cracovia. “Karol Wojtyla consideraba que el amor de Dios por el hombre asume una forma especial en el gesto de la misericordia, en la asistencia al hombre, al pecador, al infeliz y a la víctima de la injusticia. Nos hizo comprender la necesidad de tener una esperanza profunda que deriva precisamente de la comprensión de la misericordia de Dios y que debe asumir una doble forma muy precisa: por un lado hay que confiar en la misericordia divina, por otro es necesario tener un profundo sentimiento de responsabilidad para ponerse al servicio de los hermanos y de las hermanas con dicha misericordia” (o.c. pág. 159).

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, que bien podríamos intitular de los ‘Hechos de Pedro y de Pablo’, encontramos esa experiencia en estos Apóstoles, del paso de Cristo muerto a Cristo resucitado, bajo la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo, persona Don del Resucitado.

En el pasaje del Evangelio de san Lucas 24, 13-35, nos encontramos lo que podría ser la síntesis de los sentimientos de los Apóstoles previos al acontecimiento de la resurrección del Señor y de dos discípulos en particular que regresan tristes a su aldea de Emaús ante la muerte de Jesús el Mesías; le comentan a Jesús resucitado que los acompaña de incognito. Le dicen, lo de Jesús el nazareno quien fue condenado a muerte y lo crucificaron. Pensaban que él iba a ser el libertador de Israel. Pasaron tres días, algunas mujeres del grupo los desconcertaron porque, no encontraron el cuerpo y unos ángeles les dijeron que estaba vivo. Algunos compañeros fueron al sepulcro encontraron las cosas como ellas lo habían dicho, pero a él no lo vieron. Jesús resucitado que los acompañaba, los increpó por su necedad; les explicó las Escrituras según las cuales el Mesías debería de padecer todo esto para entrar en su gloria. Al terminar su explicación hizo el gesto el divino incógnito e intérprete de las Escrituras, – de la Toráh,-la Ley, los Nebiim,-los Profetas, los Tefilim,-los Salmos-, de seguir adelante. Le piden que se quede; de invitado pasa a ser anfitrión. Lo ‘reconocieron al partir el pan’, y desapareció. Regresan entusiasmados a testificar que verdaderamente el Señor ha resucitado.

Este texto es verdaderamente maravilloso, para los que no fuimos testigos inmediatos de la muerte y de la resurrección de Jesús. Este acontecimiento, toma el nivel de ‘sacramento’, como él mismo lo instituyó. En cada Eucaristía proclamamos el sacramento-misterio de nuestra fe: ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús’.

El pasaje del Evangelio según san Juan, 20, 19-31, sobre la primera postura de incredulidad de santo Tomás Apóstol. Ocho días después de la resurrección, cerradas las puertas, se presentó Jesús en medio de sus discípulos: les mostró las manos y el costado, los saludó con esas palabras extraordinarias de Cristo resucitado, síntesis de todos los bienes mesiánicos: ‘La paz esté con ustedes’; les da la misión, la misma que el Padre le encomendó; ‘sopla sobre ellos’ en este ‘ pentecostés anticipado’, para que reciban el Espíritu Santo, quien es la potestad o ‘exousía’, para cumplir con la misión y la autoridad de perdonar en su nombre los pecados. Ya que Tomás anteriormente no estuvo presente, no creyó al testimonio de los discípulos sus compañeros; puso su condición para creer: introducir sus dedos en la hendidura de los clavos y la mano en el costado de Jesús. Jesús, aparentemente ausente, pero presente de modo invisible, acepta el reto, porque a todos nos toma amorosamente en serio; ocho días después de la primera aparición a los discípulos, Jesús dice: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano y métela en mi costado y no sigas dudando sino cree. Tomás respondió: ‘Señor mío y Dios mío’. ‘Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto’“.

Supuesto nuestro análisis, sincero y humilde, -no racionalista al estilo de Rudolf Karl Bultmann (1884-1976), teólogo protestante, prejuiciado pues predetermina los textos desde su óptica del mito-, pasemos a la ‘evidencia de la fe’, la cual nos concede el Espíritu Santo, para sentir y confesar que Cristo vive.

Este es el testimonio de todos los santos y la fuerza de la Iglesia, a pesar de las sombras, fruto de nuestras limitaciones y pecados. El testimonio de san Juan Pablo II, tan cercano a nosotros nos llena de entusiasmo y nos permite, descubrir la presencia del Espíritu Santo en él, más allá de su condición de Papa, de quien ha experimentado al Señor resucitado, de Cristo que vive, al cual siempre hay que abrirle las puertas de nuestro corazón. En su discurso programático nos dejó su experiencia vital: “¡No tengan miedo!¡Abran de par en par las puertas a Cristo! Abran los confines de los estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo a su poder salvador” (16 de octubre 1978).

El acontecimiento de Cristo muerto y resucitado ha de entenderse, en un nivel ‘objetivo’ en la perspectiva de la liturgia y de la comunidad; pero también en un plano, diríamos ‘existencial y personal’. El Misterio Pascual histórico, predicado por los Apóstoles en lo que llamamos ‘kerigma’ y celebrado en la liturgia, principalmente en la Eucaristía, y en los demás sacramentos que reciben su fuerza de ésta, según su propia configuración, como el Bautismo, la Confirmación, la Reconciliación, el Orden Sacerdotal, el Matrimonio, y la Unción de los Enfermos; dinamismo de la Pascua del Señor muerto y resucitado y por el don del Espíritu Santo. Se ha de pasar al misterio pascual realizado en nuestra vida.

La Pascua de la Iglesia, prolonga y hace presente la Pascua de Cristo en la Historia, hasta el fin de los tiempos. No repetimos, sino celebramos sacramentalmente la Pascua de Cristo, por mandato del mismo Cristo y por el don del Espíritu Santo, quien da eficacia, realidad y presencialidad objetiva a Cristo. Así por la ‘Divina Liturgia’, el Acontecimiento de la Pascua, se hace cercano y contemporáneo a nosotros. La Pascua de Cristo, diríamos se celebra en diversos momentos: la solemnidad de la Pascua anual, la Pascua semanal en cada Domingo, día del Señor y la Pascua diaria, en la misa de cada día.

La liturgia es ‘memorial’ y a la vez ‘misterio-sacramento’.

A nivel ‘existencia y personal’ afirmamos con Nicolás Cabasilas (1322-1392) teólogo bizantino, en su obra ‘Vida en Jesucristo’,-ed. Rialp, que las bienaventuranzas evangélicas, son la condición para custodiar la vida en Jesucristo recibida de los misterios. También añadimos, es su expresión vital, existencial y personal, de esa relación con Cristo muerto y resucitado, porque Él es nuestra fe.

Finalmente, san Ambrosio, pudo decir: “Te has mostrado a mí, oh Cristo, cara a cara. Yo te he encontrado en tus sacramentos”. Como la Iglesia a través de los siglos y ahora; como los discípulos de Emaús, entusiasmados por la experiencia del encuentro ‘histórico y sacramental’; como el encuentro con santo Tomas Apóstol´, conmociona el alma; como la vida y ministerio de san Juan Pablo II, en ese encuentro gozoso con Cristo resucitado, como ‘Divina Misericordia’; podemos decir desde lo más profundo del corazón y como expresión vital de nuestra fe en el Señor Resucitado: ‘Jesús, confío en Ti’, -como lo dijo frecuentemente el mismo Karol Wojtyla en su idioma natal, ‘Jezu, ufam tobie ‘. De la certeza de la Historia, a la evidencia de la fe: ‘verdaderamente Cristo ha resucitado’, Cristo vive y nos acompaña en la vida y en los sacramentos.

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