Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

José Ortega y Gasset (1883-1955), tiene una frase emblemática, alma de su filosofía ‘yo soy yo y mi circunstancia’, a tal grado que a la ‘circunstancia’ le da tal importancia que sin ella dice ‘si no la salvo a ella no me salvo yo’ (Meditaciones del Quijote, 1914).

Ciertamente la persona humana para conocer la entraña de su ser, debe tomar en alta consideración las múltiples circunstancias que lo van moldeando, para bien o para mal, para su desarrollo o su fracaso; asumidas o no, tienen la responsabilidad de un sujeto que las encarne. Nos permiten entender mejor la vida y la historia.

La persona humana ciertamente vive enmarcada en sus circunstancias y ellas, en cierto modo, influyen, sin caer por supuesto en una ética de situación, de modo que la moralidad de un acto dependiera absolutamente de una circunstancia como su principio rector y determinante. El ser de la persona es más que sus circunstancias; cuando son adversas se puede actuar contra ellas; o ser como el camarón, ‘camarón que se duerme se lo lleva la corriente’ como reza un dicho popular. Por el contrario, si son favorables, pueden ser aprovechadas, para el propio ennoblecimiento personal; no se puede olvidar el giro que Karol Wojtyla le da a la ética con el fundamento antropológico desde ‘la persona en acto’, cuya centralidad es el amor, lo que determina la grandeza de la ética y por tanto el alma de los actos humanos.

Más allá de las circunstancias y de la ontología de la persona, está una dimensión extraordinaria, a la cual nos abre Jesús Resucitado.

Más allá de la dimensión histórica de los hechos que acontecieron, como su proceso, su muerte de Cruz y el haberlo puesto en un sepulcro nuevo, circunstancias que son narradas por los Evangelios, se llega finalmente al sepulcro vacío. Hasta ahí lo constatable en la inmediatez de lo acontecido. Pero hay algo más; las apariciones del Señor Resucitado, en diversos momentos y lugares. Durante cuarenta días, se les aparece: lo ven, lo oyen, lo tocan, como la invitación que se le hace a Tomás, el ocasionalmente incrédulo. Esto tiene impacto en los discípulos y en los Apóstoles. Los efectos, diríamos de la Resurrección del Señor, en ese sentido tienen su impacto histórico, de tal manera que serán testigos de quien murió, fue inmolado en la Cruz y resucito para gloria del Padre, para nuestra salvación, para recobrar nuestra dignidad de personas en la grandeza de hijos de Dios, para recobrar ese horizonte de esperanza que trasciende el espacio y el tiempo en el gran dinamismo de la caridad.

Por eso necesitamos la conversión del corazón mediante la fe en Cristo Resucitado. Ninguna circunstancia puede ser mayor que esta luz que procede del Costado-Corazón de Cristo inmolado y resucitado.

Hemos de estar abiertos a la acción del Espíritu Santo quien anima, vivifica y hace presente a Cristo Resucitado en su Iglesia, en la comunidad cristiana y en el corazón de los fieles humildes. Hemos de vivir la experiencia de salvación que vivieron los primeros cristianos impactados por presencia trasformadora de Jesús Resucitado.

Es el Espíritu Santo que Jesús comunica a su Iglesia, al que recibimos inicialmente en el bautismo y en la confirmación, y de modo singular, en el sacramento de la Eucaristía, sacramentos que nos hacen Cuerpo vivo de Cristo, que más allá del misterio que implican su presencia y su acción, la Iglesia hace historia concreta en cada época y lugar.

Necesitamos la resurrección del corazón. El Espíritu Santo, aliento del Padre, devuelve la vida al cuerpo inerte de Cristo; vivifica su Cuerpo Santísimo que pertenece al Hijo y lo engendra el Padre, en este nuevo modo que supera nuestro entendimiento, y que se convierte a su vez como resucitado en el gran comunicador del mismísimo Espíritu Santo Vivificador y Consolador, -Paracletos.

Se trata de caminar en una nueva vida, ya no la del ser humano meramente carnal, sino como renacidos y vivificados por el Espíritu Santo de Jesús Resucitado. Así podremos hacer nuestras las indicaciones de san Pablo: “Que el amor sea sincero; ¡detesten el mal y apéguense al bien! Apréciense unos a otros con amor fraterno; honren a los demás más que a ustedes mismos. No sean perezosos en el esfuerzo, sirvan al Señor con fervor de espíritu. Estén alegres en la esperanza, sean pacientes en el sufrimiento y perseverantes en la oración. Compartan las necesidades de los santos y practiquen la hospitalidad. Bendigan a quienes los persigan. ¡Bendigan y nunca maldigan! Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran. Tengan un mismo sentir los unos para con los otros, sin pretensiones de grandeza, dejándose llevar por los humildes. No se crean sabios” (Rom 12, 9-16).

Es el Señor Resucitado quien nos dice: ‘La paz con ustedes y reciban al Espíritu Santo’ (cf Jn 20, 19-31).

La Comunidad del Resucitado, empieza a vivir, el ritmo semanal por el encuentro con el Señor Resucitado, el Domingo, octavo día. Les muestra a los discípulos los signos de la crucifixión, visibles y tangibles, pero en su Cuerpo glorioso; llagas de sus manos y de sus pies, pero sobre todo de su Costado y Corazón, como manantial inagotable de su vida sobrenatural, de esa luz de la fe, de esa esperanza de amplios horizontes, de ese dinamismo de la caridad que no se detiene ante ningún obstáculo.

Por eso san Juan Pablo II tuvo en gran estima la experiencia de Jesús Resucitado a través de Santa Faustina Kowalska, que instituye litúrgicamente el Domingo II de Pascua, como Domingo de la Divina Misericordia, experiencia que influyó a lo largo de su pontificado y que Dios le concedió la gracia de su pascua de este mundo al Padre, precisamente la víspera de este Domingo de la Divina Misericordia (2 de abril del 2005, a las 21:37).

La Paz que Jesús Resucitado nos ofrece fruto de su Victoria, es floración del amor al Padre que lo llevó a la Cruz; el Costado y el Corazón traspasados del cual proceden la sangre y el agua (cf Jn 19, 34-37), son ahora los sacramentos del bautismo y la Eucaristía, como lo entendieron los Padres de la Iglesia; de este Corazón procede la misericordia de la vida eterna, ya desde ahora y después en la gloria del Cielo.

Entonces, más allá de las circunstancias, nos acoge Jesús Resucitado con su abrazo de luz, de paz y de misericordia en el Espíritu Santo.

 
Imagen de Kai en Pixabay


 

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