Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Nuestros miedos paralizan nuestras decisiones de libertad. El contexto contemporáneo suscita espontáneamente las preocupaciones ante los problemas que nos aquejan.

Nos preocupa la guerra de Ucrania; a un año de su inicio fatídico, se ha escalado la violencia destructora, en la cual se suman más actores, las armas sofisticadas de última generación y la amenaza insana del uso de armas atómicas.

En México asistimos a esa violencia cotidiana de los cárteles de la droga, del crimen con sus múltiples tentáculos, de la violencia verbal de los diversos escaños sociales y políticos, que no abonan al buen entendimiento y suscitan, más bien, miedos e indignaciones.

Hay miedos imaginarios del futuro o todos los que surgen de una imaginación enferma y prejuiciada.

Otros miedos que son hechos posibles, como los referentes a la salud: infartos, alzhéimer…; como el miedo al progresivo envejecimiento, el miedo a la incertidumbre de la muerte; como el miedo al fracaso ante tanta competencia, el amiguismo de los enchufados, o el fraude; como el miedo a no poder vivir la condición de persona en familia, la amenaza de la soledad, como el miedo a no ser amado ni comprendido.

Se podría llegar a ciertas posturas de carácter budista, ‘aniquilar en sí todo deseo’ para el sufrimiento o evadir el miedo; o en nuestro ambiente religioso, adoptar la postura de la vida interior, como un cierto escape del mundo, evitando el compromiso con los demás.

Es a Jesús a quien hemos de poner en el centro de la vida, como está con Moisés, -el representante de la Ley y Elías, -el representante de los Profetas, en el Monte Tabor, el Monte de la Transfiguración del Señor Jesús. Escuchar la voz del Padre quien nos dice: “Éste es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo” (Mt 17, 1-9).

Jesús acepta su pasión y su muerte con una plena obediencia al Padre; el Padre anticipa con la ‘Transfiguración’, el triunfo de la resurrección. La Transfiguración no puede separase de la pasión ignominiosa y de la muerte cruel de Cruz. El aparente fracaso, es el principio de la victoria, su Resurrección. El Hijo confía en el Padre; se pone en sus manos.

‘Ante la voz del Padre, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de gran temor’.

La liberación de la angustia existencial en el camino de la vida, necesariamente ha de pasar por escuchar la voz del Padre que nos señala escuchar- obedecer a su Hijo amado.

«Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo ‘el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo’ (Fil 3, 21). Pero ella nos recuerda también que ‘es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios’». (Hech 14, 22) (CIC 556)

Ante el ser humano que cada vez asume el rol del autómata, a quien se le dificulta el ejercicio de ser libre, que no tiene capacidad de pensar por sí mismo, cuya vida es completamente superficial, escuchar en el interior, esa voz del Padre, para ir a lo esencial.

Es Jesús quien nos toca y nos dice: ‘levántense, no tengan miedo’. Nos ofrece la confianza de levantarnos con él y seguirlo; así lo hicieron sus discípulos atemorizados, testigos de este hecho de la Transfiguración, Pedro, Santiago y Juan.

Es Jesús quien nos señala el Camino de la Cruz, de su pasión y de su muerte, para triunfar con él en la participación gozosa de su resurrección. Por la Cruz a la Luz.

Se triunfa sobre todos los miedos, escuchando la voz del Padre y siguiendo a Jesús, en todas las circunstancias de la vida, en la inmolación de cada día.

 

Imagen de Lucie en Pixabay


 

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