Por Arturo Zárate Ruiz
Aunque el cristiano persiga más que este mundo, Dios quiere que se haga su voluntad “en la Tierra como en el Cielo”. Nos manda convertir ésta con su Luz.
Por tanto, no seamos más una mayoría silenciosa que calla la malicia imperante. Debemos anunciar la Buena Nueva y hablar con Verdad. Que se despejen las tinieblas. Y hagámoslo bien, para no acabar tirando el agua sucia con el niño dentro.
Ciertamente, cuando haya elecciones, participemos y escojamos al menos malo. Pero hagámoslo tras un análisis cuidadoso. Que en los comicios apoyemos finalmente a un partido o un candidato, no quiere decir que nuestro discurso diario se enfoque a celebrar algo tan imperfecto como ellos. Debe enfocarse en promover en todo momento causas justas, sobre todo las indispensables para la salud moral de todos.
Lo son, entre otras, la dignidad igual de todos los hombres por ser hijos de Dios, aunque seamos varón, mujer, paisano, extranjero, obrero o patrón; que los padres son los guardianes de los hijos, no el Estado, por tanto quienes deciden su educación; que la familia, construida tras el matrimonio de un hombre y una mujer, es la base de toda sociedad; que no se coarte la libertad del hombre de amar a Dios ni en privado ni en público; que ni la familia, ni papá y mamá, pueden sustituirse por remedos; que no se vive para trabajar sino se trabaja para vivir; que la felicidad consiste en ser bueno no en sólo sentirse bien; que la verdad, el bien y la belleza existen, no son mera opinión; que es posible conocerlos objetivamente, obligación procurarlos, y derecho el hablar de ellos con toda libertad; que la mentira es mala y, por tanto, los rollos ideológicos en las escuelas; que la dignidad del hombre rebasa cualquier otra creatura en este mundo, por lo cual éstas están bajo su cuidado y servicio; que por tanto somos responsables de administrar esos bienes bien; que el individuo no vive solo sino en sociedad, y por tanto tiene tanto derechos como obligaciones dentro de ella, entre otros, los de trabajar y los de asociarnos para conseguir nuestros fines legítimos, sin imposiciones ni intervención del Estado, salvo que sea necesario; que la propiedad individual o colectiva existen y preceden al Estado. De todas estas causas, la prioritaria es defender la vida desde la concepción hasta la muerte natural, pues si no hay vida, no hay nada de lo demás.
Por supuesto, entre otras causas, podemos defender las opcionales que prefiramos, pero sin confundirlas con las indispensables. Que nuestros prejuicios no nos hagan creer necesario lo sólo elegible. No prohibamos a un muchacho el ballet, mientras no renuncie a su hombría. No nos escandalicemos tampoco por quienes enseñan a sus hijos a portar y disparar armas de fuego. Una y otra cosa no violan la ley moral si se cumplen adecuadamente.
Romper las mayorías su silencio es hablar de estas causas a viva voz y frecuentemente. Pero, de nuevo, hagámoslo bien para no arruinarlo todo. Muchas no descansan en la sola fe. Aunque los malvados las tachen de dogmas, son hechos o pueden comprenderse tras una honesta reflexión, por ejemplo, que Dios existe, que los niños tienen pene y las niñas vulva, que tener hijos naturalmente requiere de la unión de un hombre y una mujer, que el producto de la concepción desde el primer momento es un ser humano, que la virtud es posible y es lo que hace en verdad felices a los hombres, etc.
Proclamemos todo esto, pero además demos razón de ello, como recomendó san Pedro. Presentémoslo no como castigo sino como bienes hermosos y posibles. Por ejemplo, la tarea no es tanto perseguir a las ahora abortistas como ofrecerles antes oportunidades de vida a ellas y a sus hijos. Y hagámoslo con amor, que “la señal de los cristianos es amarse como hermanos”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de abril de 2021 No. 1344