Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La palabra sinodalidad no es bonita; al menos no es fácil de pronunciar. Quizá después de comprender su contenido, nos amistemos con ella. Porque se trata de algo tan importante como que “la sinodalidad es el método que debe seguir la iglesia para ser fiel y eficaz en el cumplimiento de su misión”. Así de sencillo y de grave: la Iglesia, o es sinodal o no es iglesia.
Pero, vamos por pasos. La palabra, como muchos otros términos cristianos, arranca desde la novedad que experimentaron los discípulos de Jesucristo para expresar su fe. Necesitaban una terminología apropiada para expresar la novedad que trajo Jesucristo. Las culturas griega y latina fueron vehículos útiles pero insuficientes, porque Jesucristo desborda cualquier cultura. Necesariamente los cristianos recurrieron al sustrato cultural y religioso del pueblo de Israel. Allí están sus raíces. Fue en el seno de Israel donde germinó y floreció el designio salvador de Dios para toda la humanidad. El cristianismo constituye una experiencia única sobre la mutua fecundación entre las culturas. Cada una aportó su riqueza para esclarecer la novedad de Jesucristo.
De las raíces griegas le viene a la palabra el significado original: “caminar juntos”. A primer golpe de oído el término nos remite a la experiencia elemental de los caminantes, sobre todo de los pobladores del desierto, que tenían que caminar en caravanas, y hasta poblados enteros, para ayudarse y defenderse de los enemigos y asaltantes. Era un “caminar juntos” para subsistir y llegar a su destino. Sinodalidad indica el método indispensable de subsistencia y logro de un final feliz.
A esta experiencia humana se sumó el Dios de Israel cuando, compadecido de su pueblo esclavizado en Egipto, decidió liberarlo de las garras del faraón. Este proyecto salvador lo encomendó a Moisés, a quien prometió su presencia y ayuda constante: “Yo estaré contigo”. Llegado el pueblo al desierto del Sinaí, todavía como masa informe, Dios lo invitó a pactar con él: Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios. Esta alianza se selló con un juramento, con un sacrificio y con las respectivas normas para el camino, los mandamientos. Así llegaron a la tierra de la libertad.
Dios se comprometió a “caminar en medio de su pueblo” y a acompañar a Moisés, con su grupo de colaboradores y ancianos, para oír consejo y solucionar problemas. Israel conoció a Dios en su experiencia de caminar con él, como un padre lleva de la mano a su pequeño y lo estrecha contra su mejilla. El pueblo de Israel conoce a Dios por su cercanía y experiencia con Él, después por su razonamiento. A Dios primero se le experimenta en la vida, después se le comienza a entender. El Dios de Israel en un Dios sinodal, compañero de camino de la humanidad. El grado pleno de sinodalidad es Jesucristo: “Habitó entre nosotros…Yo soy el Camino… Nadie va al Padre sino por mí”. Los primeros cristianos se hacían llamar “discípulos del camino”.
Jesucristo es el Hijo de Dios que caminó en medio de su pueblo y con su pueblo, acompañado de sus discípulos. Puso su morada entre nosotros y nos enseñó el “camino de la salvación”, es decir, el “método” elegido por Dios para salvarnos. Esta es la “pedagogía de Dios” y, por tanto, debe ser la de la Iglesia. Oigamos al Papa Francisco: “El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. La sinodalidad es dimensión constitutiva de la Iglesia. Es lo que el Señor nos pide”. Ser Iglesia es caminar juntos con el Señor.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de mayo de 2021 No. 1350