Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

¿Una nueva palabra, una nueva actitud, una nueva y feliz realidad? No lo sabemos todavía, pero lo esperamos de la misericordia de Dios para su iglesia y para el mundo entero.

Lo esperamos, sí, porque ya hemos aprendido después del Concilio, especialmente de la renovación litúrgica, nuevas palabras para expresar antiguas, no nuevas, realidades que el polvo de los tiempos y nuestros pecados nos habían ocultado. Hemos reaprendido cosas rudimentarias como que “iglesia” significa una reunión de fieles y no los muros de un edificio; que “kerigma” es el anuncio gozoso de nuestra fe en Cristo resucitado; y que “eucaristía” significa acción de gracias por los acontecimientos gloriosos que Dios ha realizado para nuestra salvación. Hemos aumentado la cultura nominal de nuestra fe, aunque de la práctica no podemos decir lo mismo.

Hablamos, sí, del “cambio de época” pero no del mejoramiento de las costumbres o de las manifestaciones sanas y gozosas de nuestra fe católica. Si desde el trono de san Pedro han surgido luces de doctrina y ejemplos luminosos de entrega y servicio no sólo a la iglesia sino a toda la humanidad, la respuesta correspondiente no parece haber sido satisfactoria. Sabemos que el Espíritu del Señor se ha derramado sobre todo viviente y sobre la creación entera, y que opera y trabaja incesantemente sobre la obra redentora de Cristo para completarla y llevarla a su plenitud, y que nada del esfuerzo humano se echa en saco roto en la parcela de Dios, pero los hechos nos hablan de otra cosa. Aquí sí que existen otros datos y tenemos que hacer el proceso de discernimiento para que los “datos duros” correspondan al designio salvador de Dios.

Desde el Concilio hasta la fecha -unos 60 años- hemos caminado recio, pero no juntos. El soplo del Espíritu entró impetuoso por las ventanas de la iglesia, pero las diversas corrientes invernales y tropicales han generado remolinos que no han volcado la barca de Pedro, pero numerosos tripulantes han confundido al Señor con un fantasma. Mucha vida cristiana y católica es fantasmal. Como de aerosol; aparenta ser lo que no es; mantiene el nombre pero no el compromiso. Entre olas y marejadas la confusión reina, la verdad se diluye, la caridad se enfría, la esperanza se debilita y el mundo se muere.

Pero la iglesia de Jesucristo, como Él, está aquí para que el mundo viva, a pesar de su terquedad por llamar a la muerte. Porque si la gloria de Dios es que el hombre viva, la injuria y el olvido de Dios es mortal. Si los cristianos de la era primera de nuestra fe, arriesgaron la vida y la dieron muchas veces por celebrar la Cena del Señor el domingo, el día de Dios, la inmensa mayoría de los católicos aquí y ahora, los de la puerta de al lado, burlan el mandato del Señor de “hacer esto en memoria mía”, y hacen su voluntad contradiciendo al mismísimo Padre nuestro. Sin negarle mérito a los estudiosos de las religiones, los católicos así son un peso que la santa Madre Iglesia lleva en su corazón y una deshonra para el nombre que llevan, el de la comunidad a la que pidieron pertenecer y juraron obedecer.

Aludo a este dato de la celebración eucarística dominical porque la Iglesia vive de la Eucaristía y ese Pan del peregrino que allí compartimos es el único alimento que nos permite llegar a la salvación. Sin Eucaristía no hay fraternidad, ni crecimiento familiar, ni compañero con quien compartir el Pan. Este caminar juntos se llama “sinodalidad” y es el método escogido por Dios para obtener la salvación.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de mayo de 2021 No. 1349

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