Por Jaime Septién
Que cada uno carga una cruz es un dicho que, de tanto repetirlo, se ha convertido en algo insustancial. Pero es el meollo de nuestra vida de fe. Llevarla como el Cirineo, por encargo, o llevarla a sabiendas que es la nuestra, la que nos dignifica, la que nos hace crecer a los ojos de Dios y de los hombres. Es la disyuntiva.
La fábula aquella –contada con dibujos– en en que una persona va aserrando su cruz hasta dejarla pequeñita, y que luego ya no le sirve para usarla como puente entre dos picos, mientras que los que la dejaron grande lo pudieron hacer, es verídica. Aserrar la cruz, irla rebajando, impide que cumpla la función de ser escalera para el cielo.
Asumir todas las cruces no es “dolorismo cristiano”, como se apresuran a calificar los indiferentes, los que “ya saben de qué va la cosa”; los que se ríen de tanto pazguato católico. Insisto: hacerlo con dignidad, con el afán de devolverle a Jesús algo del precio que pagó por nuestra salvación, es la gran epopeya de la vida de cada uno. Ahí se define la vida eterna.
Por eso mismo hay que hacer oídos sordos al canto de las sirenas, ése que nos invita a diario, a través de las pantallas, a dejar de lado la cruz y entregarnos al “placer” de mirar pasar la historia; al delirio de criticar sin comprometer el pellejo. O protagonistas, o nada.
TEMA DE LA SEMANA: «LA CRUZ: EL TEJIDO DE NUESTRA VIDA»
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de mayo de 2021 No. 1347