Por P. Fernando Pascual
Emprendemos un trabajo sencillo con trozos de madera. Al recoger un pedazo que había caído en el suelo nos clavamos una astilla.
Un hermoso día de paseo por el campo. Empezamos a subir una loma. Apartamos una rama del camino. Una espina entra en la palma de la mano.
En la vida ocurren pequeños o grandes imprevistos y accidentes que nos dejan heridas. A veces se trata de un simple rasguño, de una espina que extraemos fácilmente.
Otras veces, sin embargo, la herida es más molesta, o incluso más peligrosa. Una infección, inicialmente pequeña, se complica y exige medidas de mayor envergadura.
Nos gustaría un mundo sin astillas fuera de lugar, sin espinas escondidas entre las ramas. Pero ese mundo no existe: continuamente estamos expuestos a imprevistos que provocan daños en nuestra carne y, también, en nuestras almas.
Sí: también llegan espinas interiores, provocadas por la palabra hiriente de un conocido, por la noticia de la enfermedad de un ser que amamos, por la constatación de un defecto que no conseguimos extirpar.
Ante tantas astillas y espinas, necesitamos afrontar la vida con una sana prudencia, con medidas de protección que eviten daños serios, con medicinas para curar rasguños o infecciones que nos acompañan en el camino.
Nunca lograremos una seguridad completa. En ocasiones, evitaremos un peligro, pero en otras ocasiones un golpe imprevisto o una traición llena de malicia, provocarán daños que nunca habíamos previsto.
En el camino de cada día, entre astillas y espinas, también habrá caricias y consuelos, olores y paisajes, que aliviarán un poco nuestro corazón, y que servirán como aliento y empuje para seguir adelante.
Entre esos consuelos, los que más nos curan vienen desde el Amor de Dios Padre, y desde tantas personas buenas que ayudan y acompañan a los otros en esa peregrinación de cada día con la que avanzamos, poco a poco, hacia el cielo en el que ya no habrá astillas ni espinas que nos dañen.
Imagen de Manfred Richter en Pixabay