Por P. Fernando Pascual
Dios llama a las puertas de la historia humana, con respeto, con un amor sin límites. Pide nuestro permiso, suplica nuestra colaboración. Si le damos el sí, si nos abrimos a su amor, el mundo cambia, se hace más luminoso, más justo, más bueno.
La encarnación del Verbo nos acerca a Dios, y nos permite tocar a un Cristo muy nuestro. Un Cristo que comparte nuestra suerte, que conoce los dolores y las esperanzas de los hombres. Un Cristo que es Dios y Hombre.
Jesús, Hijo del Padre e Hijo de María, recorrerá caminos polvorientos. Sentirá el calor del sol sobre su cuerpo. Sabrá lo que es el hambre y la sed. Gozará con el canto de los pájaros y con el viento que acaricia las cosechas.
También tocará a los enfermos y a los que sufren, y les dará la gracia de la fe y del consuelo. Llorará ante la traición y el rechazo de los suyos, de sus amigos. Pero, sobre todo, borrará nuestro pecado, pondrá en paz nuestros corazones.
El Espíritu Santo nos dice, por boca de san Pablo, que la salvación ya es realidad: el amor ha vencido al pecado. La venida de Cristo cambia nuestras vidas.
“Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios (…). En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rm 5,1-10).
Desde que Cristo vino al mundo, la vida de cada hombre y de cada mujer está tocada por el amor de Dios, tiene un valor único. La caridad nace, como fruto natural, de esta verdad: Dios se ha unido, desde la Encarnación de Cristo, a todos los hombres, a cada uno, también a mi enemigo…
Contemplo a ese Dios Hombre que me permite ser, de verdad, hijo del Padre. Le doy las gracias desde lo más profundo del corazón. Y le pregunto, en medio de la confusión y el gozo: ¿por qué me has amado?
El amor gratuito de Dios, en Jesucristo, se ofrece a mí, a todos, en este día. Basta con abrir los ojos del alma y se produce el milagro de la acogida, el ingreso de la gracia, la llegada del amor.
La historia sigue su curso. Muchos no han descubierto al Redentor, y lloran y gimen, desesperados, cazando espejismos que no salvan. Los santos, y son muchos, miran al Hijo de María. Sus vidas nos señalan que es posible la felicidad, incluso en medio del dolor y de la prueba, y que Dios perdona todo pecado si nos acercamos, con un corazón humilde, a Jesucristo, al Dios hecho hombre.
Te necesito así, Jesús, hombre como nosotros, caminante humilde en los campos del mundo, Redentor de nuestras vidas, amigo en los momentos de paz y de lucha, misericordia y esperanza que nos comunica una vida que empieza ahora y llega hasta la casa eterna del Padre.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de julio de 2021 No. 1356