Por Tomás de Híjar Ornelas

“La poesía de Ramón López Velarde no es menos importante que el muralismo mexicano, y hasta puede señalarse como su antecedente inmediato” Gabriel Zaid

Al tiempo que este 19 de junio del 2021 se cumplieron cien años de la muerte de Ramón López Velarde, el “santo que hizo el milagro de que hasta sus enemigos políticos lo consagraran” (Juan Domingo Argüelles dixit), se evoca aquí al bardo de Jerez (aunque nació en Tepetongo, el 15 de junio de 1888, y allí lo bautizó don Inocencio López Velarde, hermano de su padre, con el nombre de José Ramón Modesto López-Velarde Berumen, aunque le tocaba ser López Berumen) desde el adjetivo que le endilgó Gabriel Zaid en su libro Tres poetas católicos (1997), al lado del presbítero Manuel Ponce y de Carlos Pellicer.

Que un escritor pueda figurar ante la posteridad como católico, Christopher Domínguez Michael lo acaba de explicar en su artículo “Ramón López Velarde: el poeta nacional imposible”, que no se puede leer sin antes haber digerido “López Velarde: ‘esguinces, parpadeos’”, de Guillermo Sheridan López.

Cabe señalar que Ramón nunca ocultó su condición católica hacerlo era políticamente correcto, pero hizo gala de ello como sí, a su modo y forma, su referente Amado Nervo.

Y es que una cosa implica no negar la cepa de donde uno deriva y otra perpetuar el imaginario que en la formación produjo –en el caso aquí ventilado– la temprana separación del primogénito de una prole de nueve, a los 12 años de edad, para seguir el camino de su padrino de bautismo en los planteles levíticos de Zacatecas (1900-1902) y Aguascalientes (1902-1905), que le inyectaron la cultura humanística que compartió con sus coetáneos Pedro de Alba (futuro diplomático y escritor) y Amando J. de Alba (canónigo y poeta); y otra haber militado en el Partido Católico Nacional, donde se postuló, ya con el título de litigante, como su progenitor, como Diputado, quien será también juez de primera instancia de Venado, San Luis Potosí, y surfeador, en las crestas del catolicismo social, de Eduardo J. Correa y la cauda de antecedentes que en los dos primeros lustros del siglo pasado hicieron arder en México la flama de la democracia cristiana, aplastada con violencia en el cenicero de los movimientos armados a partir de 1914, dejándonos como legado a los mexicanos ese sino que hasta hoy nos impide dialogar de frente.

Cupo a nuestro poeta echar a tajos en los platos de la balanza de su ‘moral de la simetría’ su corta salud y su frágil condición humana, pero también tirar mordiscos a las aspiraciones supremas a las que renunció uno de sus mentores, el autor de Las flores del mal, Baudelaire, y sí alcanzó otro de ellos, el antimodernista converso Joris-Karl Huysmans, dejándonos de todo ello un sartal de cuentas como las del rosario en La sangre devota (1916), Zozobra (1919) y El son del corazón (1932).

Ante ellas, ‘La suave patria’, que le inmortaliza y aherroja, no pasa de ser una granada tan roja como madura, dulce y ácida, del que no pasó de ser, según sus cuentas, “…un fracaso / de confesor y médico que siente / perder a la mejor de sus enfermas / y a su más efusiva penitente.”

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de junio de 2021 No. 1355

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