Por Arturo Zárate Ruiz
Dicen que la mayor treta del diablo es hacernos creer que no existe él, ni el infierno, ni el pecado. Pero Satanás no necesita ser tan radical para engañarnos. Basta con que nos convenza de que nuestros pecados nunca son graves y, por tanto, no se nos condenará por ellos al Averno.
—¿Pues —pudiésemos decir muchos riéndonos, a la vez que ponemos cara de satisfacción— a quién se le ocurre decir que, por haberme comido, como Jorge Negrete, un durazno de corazón colorado mereceré acompañar a los demonios eternamente? Comerse una tuna, aunque nos espinemos las manos, es lo que se espera de un muchacho para demostrar su virilidad antes de casarse.
Cristo, sin embargo, advirtió, “si tu ojo derecho te está haciendo caer, sácatelo y tíralo lejos; porque más te conviene perder una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno”, advertencia divina y contundente para quienes en algún momento pudiésemos pensar que echar una miradita furtiva es mero pecadillo.
De cualquier manera, no deja de ser apremiante la pregunta: ¿por qué un hombre ha de sufrir una pena sin fin por un pecado que sólo fue fugaz, es más, un acto que respondió a un impulso muy “humano”? La respuesta está en que no hemos nacido para el momento, sino para la Eternidad. Expliquémoslo.
Que finalmente muramos en este mundo no quiere decir que se acabó nuestra existencia. Dios nos hizo para Él, y Dios es eterno. Por tanto, requerimos también de eternidad para unirnos a Él. Que no queramos finalmente acompañarlo y ofrecerle nuestro amor y alabanzas no quiere decir que dejemos de ser eternos. No ocurrirá así. Seguiremos siendo eternos, pero sin el beneficio de ser uno con Dios.
Así, no se necesita ser un Hitler impenitente para, tras asesinar millones de hermanos, ir sin ninguna duda al Tártaro. Basta con que, conscientemente, “matemos” al vecino con maliciosas calumnias que destrocen su reputación, no nos arrepintamos de ello, y, aun arrepentidos, no reparemos el daño habiendo tenido sobrada oportunidad. Aunque haya ocurrido esa calumnia por un breve gesto o palabra, bastan el uno o la otra para ser condenados por siempre, de no retractarnos y pedir perdón. No hacerlo es renunciar y renegar de Dios, que es Amor.
Es más, se peca no sólo por acción o palabra, también por pensamiento u omisión. No ir a Misa deliberadamente por preferir quedarse a dormir el domingo es pecado mortal. No instruir en la religión a los hijos por respeto al mundo, también lo es. En ambos casos se prefiere un bien menor al bien eterno que es Dios mismo. Nos dice el Catecismo: “El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior”.
Dicho esto, conviene advertir un engaño más del Maligno: hacernos creer, como lo logró con el Iscariote, que no hay ni perdón ni esperanza si pecamos.
A decir verdad, aun Judas Iscariote y el mismo Hitler tendrían perdón de haberse acogido a la misericordia de Dios. He allí que sí lo hizo Napoleón, quien desató sangrentísimas guerras en toda Europa, hizo prisioneros a dos Papas, y prácticamente mató a uno. Por confiar en la misericordia de Dios, y acudir a los sacerdotes a confesarse, obtuvo el perdón. “Aproximándose su muerte”, nos recuerda el padre José María Iraburu, “Napoleón pidió y recibió los sacramentos de manos del sacerdote Vignali, y a él le pidió celebrar la misa en los días de su agonía, así como las exequias y sufragios para después de su muerte”.
No creamos pues en esa última treta del diablo. Es cierto que todos somos pecadores, pero no desesperemos. Si nos acogemos a la misericordia de Dios seremos salvos y bien nacidos para la Eternidad.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de agosto de 2021 No. 1361