Por P. Fernando Pascual

Hay decisiones que abren espacio a nuevas decisiones, hasta formar una especie de cadena.

Decidí ir al médico. Me ordenó una dieta. Mejoró mi salud. Empecé a hacer más deporte. Me siento mejor. Los demás lo notan y están contentos.

Interrumpí la dieta. Empeoró la situación. Dejé de hacer deporte. Empiezo a estar de mal humor. Los demás lo sufren.

En la cadena de decisiones se entrecruzan deseos y conocimientos, impulsos y opiniones, presiones externas y consejos acogidos.

Una vez que se toma una decisión, se abre en el horizonte una serie de nuevas opciones, que se convertirán en parte de mi vida según lo que decida en cada momento.

Lo que ocurre en la vida personal también sucede en la vida social. La decisión de subir el impuesto sobre la gasolina generó descontento general, disminución del intercambio de mercancías, descenso en las compras, y cierre de numerosas empresas familiares.

Si reconocemos cómo cada decisión inicia una cadena de eventos y condiciona las decisiones futuras, buscaremos reflexionar mejor antes de escoger, pues del error o del acierto de ahora depende en buena parte lo que será el mañana.

Hay decisiones que atan, que cierran, que provocan consecuencias irreparables, hasta el punto de limitar seriamente el futuro. Aquel viaje a una zona malárica provocó un contagio que marcará lo que hagamos en los próximos años.

Gracias a Dios, en ocasiones podemos rectificar, curar, cambiar de ruta. Entonces será posible cerrar una herida, restablecer una amistad, mejorar las relaciones laborales, y suprimir un impuesto que ha creado más males que beneficios.

En el mundo espiritual, también podremos pedir perdón tras un pecado, mirar al cielo para invocar ayuda y consejo, romper con el egoísmo, y orientar nuestro corazón a las decisiones más hermosas: las que nacen del amor recibido y desembocan en un continuo ofrecimiento de amor.

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