Por P. Fernando Pascual
Decido escribir un mensaje. Aparece algo nuevo en mi pantalla. Será leído, luego, por quien espera nuevas noticias.
Salgo de casa y voy al trabajo. Todo parece repetitivo y, sin embargo, es nuevo: nunca volveré a trabajar como lo hice hoy.
Cada una de nuestras decisiones inician algo nuevo en el mundo. La mayoría de las veces, se tratará de hechos sencillos, sin relevancia aparente.
Otras veces, una decisión mejora o empeora la salud, alegra o tensa las relaciones en casa, permite un cambio positivo en la empresa o genera problemas complejos que tardan semanas en resolverse.
Si pensamos en las decisiones de gobernantes, empresarios, periodistas, escritores, lo nuevo puede tener repercusiones a veces inimaginables: una guerra o un acuerdo de paz, una hambruna o el alivio para miles de indigentes.
Por eso resulta importante, al tomar decisiones, pensar si llevarán hacia algo bueno, o si tienen una dosis de potenciales daños, o simplemente si todavía no veo con claridad las consecuencias a corto y a largo plazo.
Este día tomaré decisiones de diferentes niveles. Con una decisión renunciaré al tren para ir en autobús. Con otra decisión, guardaré silencio ante ciertas provocaciones y buscaré cómo mejorar las relaciones con una persona difícil.
Lo que luego dé inicio, desde luego, no está nunca bajo nuestro control. Aunque nuestras decisiones sean bien pensadas y correctas, se entrecruzan con miles de otras opciones y hechos que llevan a consecuencias imprevisibles.
A pesar de tanta indeterminación, todavía hay cosas que dependen de mí, sobre las que ahora se me pide tomar una decisión que traerá como consecuencia el que inicie algo nuevo.
Voy a pensar serenamente. Pediré consejo. Haré una oración sencilla y confiada. Luego, habrá que poner nuevamente las manos en el teclado, o los ojos en el destornillador, desde decisiones que, así lo esperamos, puedan traer un poco de bien y de alegría a quienes están a mi lado.
Imagen de Sophie Janotta en Pixabay