Por Arturo Zárate Ruiz
Recuerdo un chiste de Quino en que un niño responde preguntas de su profesor en la escuela. Se independizó Argentina cuando Dios quiso, el triángulo tiene tantos lados según Dios quiera, 2 + 2 es lo que a Dios le da la gana, etc. Al fin, recibe el niño sus calificaciones: reprobado. Y se queja: “¿no que voy a una escuela católica?”
Se le puede replicar, y a muchos más, lo que en el siglo XIII san Alberto Magno, doctor de la Iglesia, advirtió a quienes (por querer explicar todo sólo con interpretación de textos) no ponían atención a lo que ocurría en el mundo material en sí: “El objetivo de las ciencias naturales no es simplemente aceptar las declaraciones de otros, sino investigar las causas que operan en la naturaleza”.
Por un lado, los cristianos no divinizamos el mundo material, como los paganos, por lo cual no tememos cometer sacrilegio al investigarlo. Que sea así explica la fundación de universidades y el desarrollo de las ciencias tras el advenimiento del patrocinio católico. Por otro lado, entre los católicos serios no hay premura en considerar milagrosa cualquier cura o cualquier aparición. Podrían darse explicaciones naturales. No hay prisa tampoco por hablar de posesiones demoniacas cuando una persona muy posiblemente sufre un trastorno psicológico. He allí la cautela de los prelados que no declaran todavía sobrenaturales los eventos de Medjugorje; y el siglo y medio que tardó la jerarquía mexicana en admitir las apariciones de Guadalupe, aun cuando su imagen haya sido tan bien recibida en Europa que fue el estandarte de la flota genovesa en la batalla naval de Lepanto, en 1571. Aunque fue un santo del siglo II, el obispo Ireneo de Lyon no ha sido reconocido por un Papa como también doctor de la Iglesia sino hasta este año 2021.
Dicho esto, hay que señalar que la Iglesia no aprueba el “naturalismo”. La Enciclopedia Católica dice:
“Como implica su nombre, esta tendencia consiste esencialmente en considerar la naturaleza como la única fuente original y fundamental de todo lo que existe, y en intentar explicar todo en términos de naturaleza… Todos los acontecimientos, por tanto, encuentran su explicación adecuada en la propia naturaleza”.
Y si el evento no puede explicarse naturalmente, se le niega, por ejemplo, los verdaderos milagros. Para un naturalista, los tintes que no son ni de procedencia animal, ni vegetal, ni mineral en la tilma de Juan Diego no serían sino un invento más de la “leyenda” guadalupana. La danza del sol en Fátima no fue sino una alucinación colectiva, aunque 40 mil personas hayan dado testimonio de lo ocurrido, inclusive no pocos ateos y agnósticos, y aun personas solitarias que ni sabían lo que ocurría por encontrarse a muchos kilómetros del sitio. La aparición de inervación donde no existía en el hijo de los Bouhouhorts, reconocido por muchos médicos, en Lourdes no pudo ser sino un invento de facultativos incompetentes. La pierna completa que de la noche a la mañana le creció al cojo Miguel Juan Pellicer en Zaragoza por intercesión de la Virgen del Pilar no pudo ser sino un invento o un trasplante (¿en el siglo XVII?).
En cierto modo, negar lo sobrenatural redunda en negar la misma naturaleza del hombre. Su pensamiento abstracto y su libre arbitrio no pueden reducirse a los mecanismos de la naturaleza material. Por un lado, el pensamiento abstracto es inmaterial. Por otro lado, ser libre implica actuar no según un mero mecanismo sino según elecciones propias, inclusive contrariando los impulsos prescritos por la carne. El naturalista prefiere afirmar que tomar decisiones es una “ilusión”.
Si se niega así la libertad, se niega de paso la moralidad. Los actos humanos no lo son ya, sino “comportamiento” biológico o químico del cual a nadie puede hacérsele responsable. Así, por ejemplo, el delincuente no es culpable de nada, sólo es un mecanismo disfuncional al que se le ha de reparar, por lo cual el antirreligioso estado mexicano no tiene penitenciarías sino centros de readaptación social, satirizados en la película La naranja mecánica.
En fin, negar lo sobrenatural implica no responder a las explicaciones últimas de todo lo natural, pues la realidad material, por limitada, no puede explicarse ni sostenerse por sí misma. La naturaleza es en sí misma, pero no por sí misma. Requiere, para existir, de Yo soy el que soy.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de octubre de 2021 No. 1372