Por P. Fernando Pascual
Un fracaso, una derrota, un pecado, pueden convertirse en un momento de gracia, en una experiencia íntima del amor que Dios nos tiene.
Eso ocurre cuando el fracaso nos abre los ojos ante nuestra fragilidad, cuando con humildad reconocemos que estamos hechos de barro y necesitamos ayuda.
Porque existe el peligro, cuando las cosas van sobre ruedas, cuando realizamos continuamente nuestros planes, de caer en la autosuficiencia, de adormecernos en una seguridad engañosa.
En cambio, el fracaso nos pone ante la realidad de todo lo temporal y terreno: no hay aquí nada seguro, no tenemos en esta tierra una morada permanente (cf. Heb 13,14).
Cuando llega el momento del fracaso, y la salud se quiebra, y los amigos empiezan a escabullirse, y el trabajo ya no satisface, podemos abrirnos a la gracia.
Sorprendentemente, como había afirmado un monje anónimo del siglo XVII, al llegar a los límites de nuestras posibilidades estamos listos para dejar al Espíritu Santo actuar en nosotros.
Hemos alcanzado una experiencia de vacío. Ya no podemos engañarnos con una soberbia cegadora. Dejamos campo libre a la acción de Dios, que “tiene necesidad del vacío para llenarlo con su presencia” (Maestro de San Bartolo, Abbi a cuore il Signore, p. 152).
Entonces el milagro se hace realidad. La acción de Dios no solo suple nuestros límites, sino que llega mucho más lejos de lo que humanamente hubiéramos podido alcanzar.
Experimentamos lo que san Pablo expuso en sus cartas: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20); “pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12,10).
(Me he inspirado, al escribir estas líneas, en la siguiente obra: Maestro di San Bartolo, Abbi a cuore il Signore, San Paolo, Cinisello Balsamo 2020, pp. 151-152. Pueden ser de ayuda, sobre el tema, entre otras, las siguientes obras: José Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas; Lorenzo Scupoli, El combate espiritual).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de diciembre de 2021 No. 1379